No creo que ni a uno solo de los ciudadanos españoles que todavía tienen trabajo les importe demasiado que el ministro Montoro materialice su amenaza de publicar una lista de defraudadores a Hacienda. Los trabajadores, sencillamente, no defraudamos. No porque tengamos una elevadísima conciencia social a la hora de cumplir nuestras obligaciones fiscales, que no es el caso porque aquí todo el mundo engaña a todo el mundo -y no engañamos más porque no podemos-, sino porque a los currantes de este país, como a los de cualquiera, el Estado les tiene controlado el sueldo al céntimo. Cierto que son muchos, y cada vez más, quienes cancamean por ahí haciendo chapuzas sin factura -un treinta por ciento de la economía canaria se mueve en el subsuelo, no lo olvidemos-, pero a esos no los van a coger ni con listas, ni sin ellas. No los van a trancar porque posiblemente tampoco exista mucho interés en hacerlo. Con esa economía "en B" pagando los debidos impuestos -lo recordaba el otro día el propio Gobierno de Canarias- se podrían generar algo así como 125.000 empleos en el Archipiélago. En contrapartida, sin esa economía tramposa, a estas alturas posiblemente ya se habría producido un estallido social y habría barricadas en las calles. Esa es la gran paradoja viciosa de nuestra situación económica.

Por lo demás, no cabe pensar que a los grandes capitalistas les importe mucho defraudar y, consecuentemente, aparecer en la lista del supuesto escarnio. No les importa, para empezar, porque pagan muy pocos impuestos, con la circunstancia añadida a su favor de que si se los suben, o meramente los incordian con relaciones de morosos fiscales u otras soplapolleces, recogen los bártulos y se mandan a mudar. Padecemos un sistema fiscal perverso -no solo en España, sino en cualquier país de los llamados desarrollados- con los trabajadores y la clase media en general. Lo explicaba alguien la otra noche en una conocida tertulia de televisión. Como a los trabajadores les resulta difícil cambiar de país de residencia, los crujen a impuestos. En cambio, como al capital le basta un minuto -lo que se tarda en hacer una transferencia bancaria por Internet- para encontrar horizontes más tranquilos, los ministros de Hacienda, sea cual sea su color político, los tratan con guante de seda; los miman y, por supuesto, no los atosigan con tributos.

Esta situación nos debe llevar a dos preguntas. La primera sería cuestionarnos si este sistema es justo. Por supuesto que no lo es. La segunda es si podemos cambiarlo. La respuesta vuelve a ser negativa. En Estados Unidos, nación paradigma de la democracia y los derechos civiles, no se aprobó la conocida Ley seca hasta que no hubo un impuesto sustitutivo al que gravaba el consumo de alcohol. Ese tributo fue, qué cosas, el de la renta de las personas físicas. El Estado necesita dinero para todo -hasta para proteger la sodomía en Uganda- y no va a renunciar a sus fuentes de ingresos. Eso sí, si lo que quiere Montoro es acabar con el fraude, que ya va siendo hora, haría bien en potenciar las inspecciones y cosas así. Ateniéndonos al carácter español, no creo que nadie se sienta afectado por salir en la lista de los evasores de impuestos; más bien se sentiría orgulloso

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