EN EL ÚLTIMO año de la década de los cuarenta, la climatología trajo consigo un período de sequía alarmante, más acusado en las zonas rurales donde la dependencia de la huerta constituía el pan de cada día que llevarse a la boca. De este modo, se produjo un nuevo movimiento de traslación de familias a la capital de Tenerife en busca de trabajo y sustento, tanto del interior de la isla como de las islas adyacentes. Vinieron en principio a establecerse donde podían, en las propias márgenes del barranco de Diego Santos o en cuevas de la periferia, siendo los más afortunados los que podían habitar en alguna de las aún vigentes ciudadelas. Unas viviendas terreras comunales de planta rectangular, con tejados a una sola agua y un patio central, en donde se situaban las piedras de lavar la ropa y los únicos grifos de agua potable. También estaban dotadas de una minúscula estancia que servía de ducha y retrete a la vez, compartiendo espacio al fondo del patio con un poyo de cemento dotado de agujeros para depositar la leña y cocinar, o como soporte para los que se atrevían con las denominadas cocinas de infiernillo, que consistían en un quemador instalado sobre un pequeño depósito de combustible para alimentar viva la llama y que explotaba a la primera de cambio si por azar la inyección de petróleo era excesiva.

En cada una de las diferentes habitaciones convivían familias enteras hacinadas, teniendo como mobiliario unos jergones, algún armario viejo para las escasas ropas que poseían y una palangana para el precario aseo íntimo personal de los mayores, mientras que a los niños se les desnudaba y se introducían en las piedras de lavar cuando quedaban libres de la colada, que luego tendían en el propio patio en unas liñas extendidas a lo largo. También había que distinguir a los que tenían el privilegio de vivir en las habitaciones contiguas a la calle, con ventana propia o puerta individual para contemplar, sentados a veces en destartaladas sillas, todos los acontecimientos callejeros, con un tránsito de coches poco denso y los improvisados juegos infantiles de los propios niños que allí habitaban, capaces de colgarse en la trasera de un camión repartidor de hielo para hurtar unos pedruscos o conseguir de otro un tronco de caña dulce para masticar y extraerle el jugo.

En cuanto a la convivencia, no solía ser muy armoniosa, había peleas continuas debido a la escasez de dotaciones para compartir, pues se tenía que competir por un puesto en el retrete o en la ducha comunal, y aun para poder situar el infiernillo para cocinar el potaje como plato único del día (y de la noche, si sobraba algo). También, en el ámbito de algunas familias, existía lo que hoy llamamos violencia de género y hasta abuso sexual con incesto incluido, pero todo ello se resolvía llamando a un guardia municipal para apaciguar los ánimos de forma circunstancial y volver a dar la vuelta a la noria de los maltratos cotidianos.

Todas estas impresiones las pude contemplar desde la atalaya de un segundo piso en mi privilegiada ventana de hijo de un profesional de la medicina, donde recuerdo observar a una familia, compuesta por tres generaciones de mujeres, despiojarse mutuamente después de exponer sus cabezas al sol para achicharrar los parásitos. Y todo esto acontecía a finales de los cuarenta del siglo pasado y principios de la década de los cincuenta. Sin embargo, para erradicar estas construcciones y sustituirlas por viviendas de varios pisos, tendrían que pasar varias décadas más. Hoy, por fortuna, de aquellas visiones solo quedan los recuerdos de un modo de vida precario, que no debemos olvidar para que no se repita de nuevo.

Y al hilo de esta última frase, volvemos a una realidad de hogaño que, si no tiene nada que ver con la forma, sí lo es con el fondo, pues cada día que pasa en este tiempo de crisis económica el número de familias sin recursos, y hasta sin techo en donde cobijarse, está llegando a cotas impensadas. A juicio del propio Leonardo Ruiz del Castillo, responsable de Cáritas, las necesidades sociales están igualando las condiciones existentes un cuarto de siglo atrás, con la diferencia de que ahora se han multiplicado por muchos enteros, dado el crecimiento demográfico. La sociedad empobrece o se retrae a marchas forzadas, y los tuertos supervivientes de la clase media se han convertido en reyes del país de los ciegos sin liquidez dineraria. Privilegiados, pues, los que comemos a diario, tenemos para nuestros gastos cotidianos y dormimos bajo techo propio libre de cargas hipotecarias. La única incógnita que nos atenaza a los que tenemos los hijos situados es el futuro de nuestros nietos para cuando nosotros tengamos por pariente a ese primo alemán llamado Alois Alzheimer. Entonces, inevitablemente, iremos a parar a un trastero para viejos seniles y nadie se acordará de nosotros porque habremos muerto para esta controvertida y complicada sociedad.

Antaño y hogaño, la historia, con matices, se vuelve a repetir.

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