"LAS BICICLETAS son para el verano" es una obra de teatro escrita por Fernando Fernán Gómez que tiene muy poco que ver con este medio de transporte -o de diversión, o incluso de practicar deporte- salvo por el hecho, más bien trivial, de que a un niño sus padres no pueden hacerle el regalo que desea debido a los avatares de la Guerra Civil. Sea como fuese, se anda mejor en bicicleta en verano, cuando no llueve; y en moto también. Acaso por eso ayer sábado concluí en Huelva un viaje de más de ocho mil kilómetros por diez países europeos subido a una moto de 144 caballos. Un coche de 200 caballos de potencia al lado de una moto de cien es un carrito de helados. Quiero decir que sobre dos ruedas la capacidad de un motor para hacer locuras se multiplica por muchos enteros. Sin embargo, no he hecho más de las necesarias: ninguna.

Vaya por delante que no se trata de ninguna proeza. Algunos moteros van al Cabo Norte y recorren 12.000 kilómetros con alguna que otra etapa, si van cortos de tiempo, de 1.000 kilómetros en un día o incluso más. Por falta de afición que no sea. El año pasado hice algo más de 7.000 kilómetros entre el sur de la Península, Londres y París. De vuelta me encontré en el barco con un señor de algo más de setenta años, al que me niego a llamar abuelo, acompañado por su señora esposa. "¿Qué tal maestro? ¿Ha ido muy lejos?", le pregunté convencido de que, como mucho, habría dado una vuelta por algunas provincias españolas, y vuelta a casa. "La verdad es que sí", fue su categórica respuesta. "Fuimos hasta Dinamarca y luego regresamos por Suiza. Casi 9.000 kilómetros". Y yo que me estaba suponiendo un supermán, o un supermotero, con dos mil menos.

Se puede viajar por Europa en coche. Por Europa y por cualquier país. Lo he hecho en muchas ocasiones, unas veces solo y otras acompañado por mi mujer o algunos amigos. Cuando voy en coche no consigo achicharrarme en una autopista -o en una simple carretera comarcal- bajo el sol del mediodía con el aire ardiendo a casi 40 grados. Ni tampoco me empapo cuando llueve, ni se me llena la pantalla del casco de mosquitos cinco minutos después de haberme parado para limpiarla, ni tengo que estar huyendo de los automóviles y de sus conductores -más bien de sus conductores- como alma que lleva el diablo. Inconvenientes, todo hay que decirlo, que se quedan atrás cuando uno llega, por ejemplo, al centro de Milán y aparca en la misma plaza del Duomo sin que lo atosigue un guindilla trasalpino.

No pretendo, empero, convertir este artículo en una glosa de la motería. Sobre todo porque hasta los 48 años -ahora tengo algunos más- odiaba las motos y a los motoristas. No es que me resultasen indiferentes; los detestaba con todas mis fuerzas. A día de hoy, completamente abdicado de aquellas radicales ideas -y también de otras, naturalmente-, sigo pensando que los motoristas, o los moteros, se han ganado a pulso buena parte de la mala fama que tienen entre los demás usuarios de las vías públicas. Todo ello al margen de que en el 75 por ciento de los accidentes en los que está implicada una moto la culpa no es del motorista. Lo que pretendo con estas líneas, escritas a vuelapluma unas horas antes de embarcar rumbo a Tenerife, es reflexionar sobre la diferencia entre la Europa que nos cuentan los medios de comunicación y la real. Podría decir que en este viaje he ido a los confines de la Unión Europea, pero no es cierto. Los confines están más lejos por el este que la ciudad de Budapest -el punto más oriental al que llegué-, y más al norte que Praga, la ciudad más septentrional en la que estuve. Aunque tampoco hace falta moverse de Canarias para llegar a los límites de Europa, habida cuenta de que somos una región no ya periférica, sino ultraperiférica. Algo de lo que presume Paulino Rivero como se envanece un niño con zapatos nuevos o un bobo con un lápiz o una tiza, que lo mismo da. Pero dejemos a don Rivero, al menos hoy, que es domingo, y sigamos con lo que estábamos. Lo que he hecho en realidad durante tres semanas y pico es recorrer varios países del núcleo europeo. Ver cómo son sus gentes, aunque ya conocía casi todos los países por los que he pasado.

Dije el otro día que se puede viajar en avión de aeropuerto en aeropuerto dando saltos de diez mil metros de altura. Hasta se puede dar la vuelta al mundo de esa forma e ir contando las experiencias en las redes sociales. Vaya por delante que leo -más bien devoro- con mucho interés las vivencias de tales viajeros. No obstante, y dicho con todos los respetos, sigue habiendo bastante diferencia entre ir uno por su cuenta y que lo lleven. Hace quince días, mientras cenaba en Bratislava un plato cuya existencia desconocía pero que estaba exquisito, me preguntaba qué me unía a los eslovacos; a unos señores, y sus correspondientes señoras, que me trataban con una amabilidad tan exquisita como la cena que estaba tomando, pero también muy fría. Personas, en definitiva, que hablan un idioma endiabladamente incomprensible para mí. Pese a todo era consciente de que, como cualquier ciudadano europeo, puedo instalarme en esa ciudad, o en Viena, o Liubliana sin más requisito que un pequeño trámite. Algo que tengo absolutamente vedado en países cuya lengua sí entiendo. ¿Me merecía la pena el tinglado europeo? Entonces pensé en Evo Morales y sus payasadas, en Hugo Chávez y su revolución bolivariana, en Cristina Kirchner y su peronismo trasnochado. En un instante preferí a los eslovacos, a los rumanos y hasta a los suecos, aunque no comprenda nada de lo que dicen, que a todas las "repúblicas hermanas", amén de bananeras, cuyo idioma entiendo perfectamente y en las que muchas veces, todo hay que decirlo, me he sentido como en mi propia casa. Un rato después, cuando entré en la habitación del hotel, advertí que los enchufes eran iguales a los que tengo en mi casa; iguales, por añadidura, a los de todos los hoteles que había visitado desde que salí de España y a todos los que visité hasta volver a cruzar la frontera española. Al menos en los enchufes -los eléctricos, no los otros; que nadie piense mal- nos hemos puesto de acuerdo. Por algo se empieza, si bien, hablando un poco más en serio, sabemos de sobra que en el Viejo Continente nos unen muchas cosas más que ni son el euro, ni tienen que ver con la economía porque poseen un calado y una raigambre superior a los problemas financieros.

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