TENÍA ganas ya de llegar a mi tierra para abrazar a mi gente y a mis costumbres. Los últimos meses fuera del terruño se me habían hecho eternos; quizás porque empezaba a contar los días uno a uno, y esto a medida que se acercaba la fecha de "embarcar" hacia el país canario.

Mientras volaba dentro de aquella gigantesca ave metálica, soñaba despierta con los paisajes que dejé atrás un día ya lejano; presentía que iba a recorrer y a vivir los susodichos una vez más, como cada vez que vengo a las Islas. Sin perder tiempo, escribí nombres de lugares a visitar y de cosas a no olvidar en un trozo de papel bien "arrancado": Teide, Candelaria, Masca, Anaga, Drago, Teno; gofio, mojo picón, membrillo, etc. Estas palabras le daban un toque cariñoso y muy nuestro a la improvisada lista. La guagua voladora seguía su trayecto por los caminos del cielo. Después de unos buenos minutos de sueño aéreo, me desperté con el revuelo formado por mis vecinos de asiento; ellos celebraban maravillados la visión del majestuoso volcán. Una sonrisa inesperada se posó en mis labios al ver al padre Teide allá en su pedestal de lava; la luz del sol lo iluminaba por completo y el Atlántico azul parecía hacerle un saludo de agua.

El tiempo seguía su curso; mi historia, mis raíces, mi todo, ahora me rodeaban por completo. Empecé con el ritual de visitar lo que sentía muy dentro. Quería ver el mar de cerca; ese mar junto al que crecí y viví. Quería oler su salitre otra vez y bañarme en sus aguas; pisar descalza la arena y ver las olas romper en las rocas del alma. Como fondo musical, dentro del coche, dejé que sonara la música de Taburiente. Un recorrido maravilloso; simplemente canario.

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