CONTINÚO con mi homenaje a los galenos, acordándome de un especialista de pulmón y corazón con consulta en la calle Castillo -Martí creo que era su apellido-, al que acudí con mi suegro, que fumaba como un carretero. Tras observarlo y encontrarlo en buen estado, me dijo: "Ven que te echo a ti también un vistazo", y me descubrió una pequeña lesión pulmonar que trató con medicación. Tenía 35 años, y mi suegro ya era mayor, pero estaba mejor que yo. En esa época trabajaba 14 horas diarias, hipoteca, hijos creciendo, y mucha responsabilidad; el estómago me causaba estragos. Me recomendaron un especialista en la calle Méndez Núñez, Hernández Feliciano, palmero, con la consulta a rebosar, y una pachorra de mucho cuidado. Te atendía en una habitación con unos aparatos modernos que manejaba la enfermera, y él se iba al otro extremo de la consulta, donde tenía más tecnología innovadora para ese tiempo, tardando una barbaridad en cruzar el pasillo. Magnífico médico.

Menos el pequeño de mis hijos, todos nacieron en la Clínica El Consuelo, propiedad de don Cristino Díaz Bota y doña Anita, su mujer y matrona. Iban todos los días al cine, y si llegaba una paciente de parto se quedaban a la mitad de la cinta; creo que en alguna ocasión les chafé la película. Fueron dos grandes profesionales, que nos ayudaron mucho con nuestra primera hija, con discapacidad psíquica. Consiguieron que nos recibieran en Barcelona, en la consulta de don Eduardo Ley, de Las Palmas, considerado una eminencia, y presidente mundial de neurocirugía en ese momento. Su trato fue exquisito, y nos desvió al Hospital de San Pablo para que hicieran toda clase de pruebas a la niña. Allí nos recibió un pediatra algo antipático, quizás por eso no recuerdo su nombre, y la Dra. Corominas, psiquiatra, que pasó el día con ella observándola. Mientras revisaba los informes, dejó que la niña hiciera de doctora, y en una mesa repleta de volúmenes de medicina nos recibió para hablarnos del caso, "extraño y complicado", dijo, pero no necesitó un diagnóstico. Cariñosa y pausadamente explicó cómo sería su futuro, pues es totalmente dependiente, pero nos dio unas buenas pautas, incidiendo en que debíamos conseguirle independencia económica por lo que pudiera pasar. Fue triste, desolador, y al mismo tiempo inolvidable, pero afrontamos la situación, y seguimos luchando por ella.

Con el crecimiento de los hijos comenzaron las visitas al pediatra. Empezamos con Manolo Bueno, un gran tipo que apabullaba con sus conocimientos, pero nos quedamos con Ángel López Cano, con quien compartimos dudas, anécdotas y problemas sobre las distintas discapacidades psíquicas de nuestros hijos. Un gran profesional que sacó adelante a toda la prole, y que junto con su mujer, Tere, se convirtieron en grandes y buenos amigos.

Aunque uno intente llevar una vida sana, la edad no perdona y es inevitable pasar por las manos de otros grandes especialistas. En temas de corazón confiamos en el Dr. Saavedra, que te trata con mucho afecto y tiene la consulta muy organizada. Exquisita la relación con mi oncólogo de la Seguridad Social, el Dr. Martínez Cedrés. Entrañables conversaciones y compartiendo aficiones con el especialista en digestivo Juan Manuel Mederos, superando positivamente cuantas pruebas desagradables me ha obligado a hacer. En su día, magnífico el cirujano Barajas Prat, y nada digamos de un fenómeno en su especialidad, el excelente profesional Dr. Leo González Massieu, que en un año puso prótesis en ambas caderas a mi mujer, y ya camina sin muletas en casa, a veces parece que va a apagar fuego. Imposible olvidar al Dr. Francisco Toledo Trujillo, jefe de Radiología del Hospital Universitario, profesional extraordinario del que fui paciente varias veces. Tampoco a sus hermanos, aunque he tenido más trato con su cuñado, Pepe Martel, arquitecto que ejerce de abuelo empedernido.

Artículo casero el que me ha salido hoy, pero soy agradecido con las personas mentadas, aunque debo disculparme con los que haya podido omitir. Mis disculpas más sinceras.