SI TRASLADÁRAMOS la simbología del contenido de "El paraíso perdido", de Milton, a la realidad canaria, veríamos con cierta sensación de escalofrío y un ramalazo de tristeza cómo el autor describe su particular infierno como un lugar donde sus habitantes viven en una continua y permanente insatisfacción y desilusión, que les conduce a una desesperanza suicida, pero, a la vez, conformista, porque, partiendo de una docilidad e inanidad largamente arraigada, no son capaces de sobreponerse a su patético y trágico destino. Un infierno donde el demonio se define por el sufrimiento, y que, en el caso de Canarias, se puede personificar, sin que haya dudas al respecto, en su presidente, Paulino Rivero, el cual decide vengarse de su maltrecha suerte focalizando su odio y su rencor en las figuras de Rajoy y del ministro Soria, representantes del Estado opresor, aunque para ello, y a través de sus acciones políticas y medidas económicas, perjudique y maltrate a su propio pueblo.

La mejor prueba de cuanto se ha reseñado anteriormente queda reflejada en la propia actitud de dicho personaje, que gobierna al margen de toda realidad, y que, sin importarle lo más mínimo el sufrimiento y padecimiento de sus gobernados, los cuales y según su propia doctrina nacionalista -que no ideología-, han de votarle porque él es "de aquí", actúa sectariamente, envuelto en la bandera de sus propios intereses, levitando sobre una realidad que solo existe en su imaginación, y que queda muy lejos de aquellas Islas Afortunadas que vendíamos como imagen de un territorio libre, amable y cómodo para vivir y trabajar.

Ahora, este paraíso perdido en que se han transformado las Islas Canarias ejemplifica mejor que ninguna otra comunidad autónoma la fragilidad de las economías periféricas, sobre todo cuando se tiene la desgracia de haber colocado y apostado todo su futuro en una sola actividad; o lo que es lo mismo, cuando desde un punto de vista económico se han puesto todos los huevos en una misma cesta, al socaire de los vaivenes de cualquier recesión financiera, exponiendo la estabilidad y el equilibrio económico de las Islas a los negocios cíclicos de unas actividades, como el turismo y la construcción, especialmente dependientes de las oscilaciones del mercado.

Y así, el paraíso soñado se ha convertido en un infierno para las personas que desean un empleo, ya que el paro alcanza unos niveles catastróficos para cualquier otro lugar de la propia Comunidad Económica Europea, rozando el 30% de la población activa, escalando dicho porcentaje hasta el 50% en el caso de los jóvenes menores de 25 años. Un paraíso que dejó de ser un edén para los miles de inmigrantes, tanto extranjeros como peninsulares, que acudieron raudos tras el "boom" de la construcción e inmobiliario, que hizo aumentar la población de las Islas en más de un 25% en menos de una década; y que ahora no les queda más remedio que emigrar o dejarse llevar por una economía sumergida, que es la que realmente está salvando a este gobierno de padecer una revolución social.

Y eso a pesar de que una inmensa mayoría de los canarios están siendo vapuleados, arrinconados y maltratados laboral, fiscal, económica y socialmente hablando. Aún así, nadie se explica cómo soportan que los engañen prometiéndoles un paraíso que tan solo existe en el pensamiento y en el deseo de una casta política que se sostiene y se alimenta del propio sufrimiento de sus conciudadanos, a los cuales se les recortan no solo ayudas sociales, prestaciones sanitarias o de educación, sino también derechos y libertades, aparte de recortarles las nóminas a todos aquellos que pueden -los funcionarios- y se dejan, o abrirles expedientes administrativos a quienes se atreven -mediante el acto de una denuncia o de una simple peineta- a desafiar al poder establecido, mientras ellos se gastan más de ocho millones de euros solo en sueldos de los altos cargos en Canarias, o miles y miles de euros en viajes perfectamente prescindibles en estos tiempos de austeridad presupuestaria.

Menos mal que el señor Paulino Rivero no es ningún inútil, ya que por lo menos nos puede servir de mal ejemplo; y, además, puestos a ser positivos, ninguna persona se merece nuestras lágrimas, porque quien se las merezca nunca nos debería hacer llorar.

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