LA UNIVERSIDAD de La Laguna le ha comunicado a su personal que a partir de ahora las instalaciones se cerrarán a cal y canto durante las vacaciones de Navidad, Semana Santa y agosto. No las vacaciones de verano, lo aclaro antes de que un señor me envíe desde Madrid un correo-e para enmendarme la inexistente errata -luego hablaré de Madrid-, sino las vacaciones de agosto porque, a partir del próximo año, todo el PAS de la mencionada universidad tendrá que tomarse su asueto estival en ese mes. El cierre por Navidad se empezará a aplicar este mismo año. ¿El objetivo? Ahorrar. Los edificios cerrados no consumen electricidad ni agua; o consumen menos.

Acertada o no, la medida de la ULL está en línea con la tónica general. La Administración general del Estado planea reducir las vacaciones de sus funcionarios, amén de constreñirlas mayoritariamente a un determinado período. Las vacaciones de estos trabajadores son 22 días lectivos. Naturalmente, si los combinamos con los sábados y domingos salen los 30 que disfruta todo hijo de vecino, o incluso alguno más si las fechas de salida y regreso cuadran bien. Obligarlos a que se tomen la mitad de esos 22 días entre el 15 de junio y el 15 de septiembre, como pretende la Secretaría de Estado de Administraciones Públicas, supone que les va a quedar muy poco asueto para el resto del año.

Para hacernos una idea de lo que supone tal concentración de vacaciones tenemos el ejemplo de Madrid: una ciudad que en agosto cierra casi por completo. Quien alguna vez ha cometido la osadía de quedarse a trabajar en la capital durante los días caniculares, salvo que esté integrado en un servicio público esencial -hospitales, cuerpos de seguridad, bomberos y poco más-, sabe lo que es encontrarse atado de pies y manos ante oficinas cerradas, teléfonos que nadie coge y aplazamientos ineludibles hasta septiembre de todo lo que no sea un asunto de vida o muerte. Y a veces también si se trata de un asunto de vida o muerte, aunque tampoco hace falta que nos pongamos melodramáticos. Lo malo de ese parón generalizado es que no afecta solo a agosto. Desde el 15 de julio nadie hace nada porque las vacaciones están a la vuelta de dos semanas -no se hacen pedidos, no se compromete la entrega de ningún trabajo ni mucho menos se curra con ganas- y luego, una vez pasado el mes de la ociosidad general, hay que esperar al 15 de septiembre hasta que todo el mundo termine de incorporarse y se le pase al personal el trauma post vacacional -una especie de gilipollez colectiva- tan de moda en los últimos tiempos.

¿Qué hay de malo en que nos vayamos todos de vacaciones al mismo tiempo para luego incorporarnos igualmente al unísono? Aparentemente nada, pues no parece que el trastorno sea grande para las empresas sino más bien lo contrario. Ocurre, sin embargo, que los aviones deben volar -y los trenes circular, y los barcos navegar- durante todo el año para ser rentables. Con un mes no es suficiente. Eso por no hablar de los hoteles y restaurantes de costa, amén de otros negocios, máxime en un país que en gran parte vive del turismo. Al final, nunca saldrá tan caro ahorrar unos euros si se persiste en este camino, aunque los experimentos de aprendices de brujo y pollabobas similares -ya sean interinos o de los otros- suelen acabar así.

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