MI RECORDADA madre solía recurrir al refranero popular para argumentar un comentario o, simplemente, para reflexionar en voz alta y siempre que percibía que las cosas no iban tan bien o cuando se percataba del acecho del fracaso para superar una situación adversa. Cuando los hechos y circunstancias se salían de contexto o eran anacrónicos, se despachaba con un refrán, y entre los más recurrentes o habituales sobresalía aquel "después de viejo, cabrero", para explicar algo así como un resurgimiento artificial o forzado, ya sea por determinados eventos vitales, ya sea por la fuerza de la vanidad o la presunción, como ser padre o madre a los 60 años, cuando lo lógico es que la concepción de los hijos tenga lugar en el vigor de la juventud. Y que no se entienda esto como un reproche para quienes no miden los tiempos. También cabría señalar en descargo de quienes han perdido la noción del tiempo y las oportunidades que "nunca es tarde si la dicha es buena".

Todo en la vida tiene su momento y obedece a un ciclo, aunque responde a una convención impuesta por nosotros mismos. Desde el nacimiento hasta la muerte, nuestra existencia es una sucesión de acontecimientos que se prolongan desde la infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez. Tiempos para jugar, aprender o estudiar, ejercer una profesión o trabajar, amar u odiar, según se tercie, procrear y educar, y con el paso de los años, un descanso apacible. Nuestra vida se asemeja a un día que pasa, con su amanecer, mediodía, tarde, crepúsculo y noche. Sin embargo, no siempre se cumplen a rajatabla esas premisas, porque las múltiples excepciones que imponen nuestros propios actos o circunstancias adversas las trastocan o frustran hasta el extremo de que deshacen la idea de que los hechos se tienen que producir en uno u otro momento. Lo normal, si nos atenemos al concepto lineal de la evolución, el progreso o el desarrollo, es que los hijos vivan mejor que sus progenitores y que los mayores den paso a las nuevas generaciones; o sea, que haya una regeneración no solo biológica, sino social y económica, pero la cruda realidad de la actual coyuntura nos muestra que no podría ser así y nos encontramos que, merced al desempleo galopante y la falta de estímulos, se retrasa la emancipación de los hijos, circunstancia que se agrava en aquellas familias donde todos sus miembros están en paro o dependen de las prestaciones sociales, contributivas o no contributivas, de sus progenitores o abuelos.

Los niños y los mayores son los más sensibles a las carencias en los hogares, pero en este caso me refiero al contexto en que las familias sobreviven con los ingresos o pensión de los abuelos y la previsible pérdida de calidad de vida de estos últimos. Su condición de auténticos salvavidas de familias quebradas económicamente los ahuyenta, en muchos casos -no es la generalidad, al menos eso creo-, del ingreso en residencias o asilos o de las gasolineras (casos muy aislados) cuando llegan las vacaciones de verano o, por contrario, cuando la necesidad aprieta, son rescatados de su confinamiento y devueltos a casa, ya sea por la inviabilidad económica de su estancia en un centro, ya sea por el respiro que pudiera representar el importe de las prestaciones que se destinan al pago de tales servicios.

El protagonismo y generosidad no siempre correspondidos de nuestros mayores representan un baluarte contra el avance de la pobreza y la exclusión social en la que estamos inmersos desde mucho antes del estallido de la crisis.

Las familias consolidadas y estructuradas constituyen un refugio valioso para capear el deterioro progresivo del Estado del Bienestar y su supervivencia no puede basarse en el egoísmo o abuso de confianza frente a quienes, en su momento, lo dieron todo y que no merecen alcanzar la corona de la vida arrinconados o con limitaciones. No sé si me explico.