NOS MOVEMOS cuando la crisis nos asfixia, cuando ya no podemos más. Esto tiene una cierta lógica -y hasta el carácter de necesidad- como forma de impulsar el movimiento ciudadano, pero también entraña una dosis de peligro. Es peligroso que nos agitemos en busca de objetivos propios olvidando objetivos ajenos, que, al fin y al cabo, tampoco lo son tanto, pues que España va mal es público y notorio, y que Europa hace aguas por todas partes también. ¿Cuántas cosas dejamos de hacer por miedo? Miedo a los demás, a los desconocidos, a no saber por dónde respiran en esta necesidad de luchar en común. Pero si lo analizamos bien, todos somos desconocidos para alguien, incluso para nosotros mismos. En esa persona que llega de nuevo a tu vida o ese otro con quien has compartido más de la mitad de tu existencia puede hallarse el germen del amor o la semilla de tu enemigo del alma.

A veces, sobre todo en épocas bajas, salimos del cascarón, piamos con desesperación, mamá pájaro nos mete un gusano en la boca y dejamos de piar. Mientras todos disponíamos de vivienda, con hipoteca o sin ella, y un sueldo digno, no quisimos cambiar de modelo social. Nos contentábamos con los gusanos que nos daba la banca, el Gobierno, las empresas, pues -con intereses o sin ellos- se cubrían nuestras necesidades básicas y nos metíamos en esa vivienda digna, a seguir sobrealimentándonos, mientras sucumbíamos al silencio de esa supuesta dignidad, sin intenciones revolucionarias. Pero ahora, en el lugar más insólito -la cola del paro, una habitación compartida en un hospital, el registro de documentos en tu ayuntamiento, la sala de espera del médico del seguro, etc.-, inicias una charla con un desconocido que llega para mostrarte lo que ignoras de ti, para enfrentarte a un espejo en el que nunca te habías reflejado.

La existencia de cada uno de nosotros está repleta de nucas desconocidas con las que viajamos en la guagua o el tranvía, de manos anónimas que te rozan sin querer, de pupilas sin historia compartida que se clavan en las tuyas por la calle, de alientos, voces, risas, lágrimas, pensamientos y rumbos desconocidos en permanente contacto con nosotros. Cada uno con su historia, con sus miedos, sus amores, rupturas, superaciones, adversidades, preguntas, inquietudes, impulsos, esencias... Desconocidos que miran como si te reconocieran, desconocidos que miran pero no te ven, desconocidos que aparecen en tu vida cuando más los necesitas, que se cuelan en tus sueños, que llegan y se van o que se quedan para siempre, que están sin estar, que te quieren sin decirlo, que se enamoran de lo que desconoces de ti mismo. Somos muchos los desconocidos que estamos deseando dejar de serlo. Al menos un instante. Al menos para alguien.

Pero ¿y si el impulso por el cambio social persiste? ¿Si ese desconocido te habla de magníficas propuestas que hace unos años habrías encontrado utópicas o pueriles y de pronto sientes que es posible? ¿Acaso no somos capaces de cambiar nuestro pequeño entorno? ¿Qué maquiavélicas mentes nos hicieron creer que el modelo social era intocable? Ahora sabemos que se equivocaban y que nuestros estómagos agradecidos jamás pensaron en que habría empleos perdidos difícilmente recuperables. ¿Qué pasaría si estos desconocidos que llegan a nuestras vidas nos invitaran a un consumo responsable, de los de verdad, y prescindiendo de necesidades inventadas? Quizá entonces entraríamos en razón, olvidando que alguien nos convenció para hipotecarnos hasta la muerte con el delirio de la propiedad privada. Puede que trabajáramos menos horas para contar con tiempo libre para dedicar a nuestras pasiones, evitando así llegar a casa exhaustos, pudiendo dedicar más tiempo para pasarlo con los hijos y ayudarles a complementar la educación recibida en los centros, donde ya poco o nada se espolea la curiosidad que tienen todos los niños y que la apatía del profesorado con carácter de funcionario va matando. En otras palabras, fomentar el aprendizaje y la investigación desde la motivación y no desde la pasividad del pupitre. Puede que así las nuevas generaciones y las que están por venir -ya que esta crisis de brotes verdes no tiene nada- crezcan con la certeza de que el mundo puede cambiar y que en sus manos está esa posibilidad de cambio.

No me importa que digan que estoy loca y que me persigan dos detectives para saber si un anónimo desconocido me ha vuelto la cabeza del revés, pues lo único que nadie nos podrá nunca arrebatar es la capacidad de pensar y de amar en libertad.