NO LA de 1929, la que afectó a la economía americana, sino la somática, la que afecta al ser humano.

No sé si hago bien escribiendo este artículo. Ni siquiera sé si seré capaz de terminarlo para enviarlo a EL DÍA. Es un tema realmente delicado: lo tratan solo los profesionales capacitados para ello -siquiatras, sicólogos, terapeutas...- y, lamentablemente, los que no tienen "pugnetera" idea de cómo abordarla y salir de ella. Porque me atrevo a decir que la depresión no se cura: se sale de ella durante una temporada -más o menos larga-, pero casi con toda seguridad el depresivo recaerá. Porque no es una enfermedad en el sentido estricto de la palabra, sino más bien un estado de ánimo producido por circunstancias a menudo -no siempre- ajenas al paciente.

Pero ¿cómo luchar contra ese fantasma que se apodera de nosotros, nos envuelve y nos deja sin fuerzas para sobreponernos a su influencia? Los profesionales hablan con sus pacientes, los animan, les hacen ver que las cosas al final se arreglan, que no hay mal que cien años dure..., pero cuando el depresivo, algo más animado, abandona la consulta del facultativo con la pertinente receta de antidepresivos y se enfrenta al mundo y a las circunstancias que le han causado la depresión, pocos son los que resisten sus embates y logran superarlos.

Porque es muy difícil, hay que ser mentalmente muy fuerte y tener una salud a prueba de bombas para que, por ejemplo, un parado evite ser pasto de la depresión. Y lo malo es que él mismo la verá llegar, intentará zafarse de sus garras, luchará con denuedo a fin de buscar en su triste sino algo positivo que le haga ver su "realidad" bajo el prisma que le aconsejó su médico, mas será inútil.

Si se tiene la suerte de tener una pareja que trabaja, se hace muy duro verla salir por las mañanas a cumplir sus obligaciones y quedarse el otro -o la otra- en casa. Sí, ya se habrán puesto de acuerdo para que el que se queda lleve a los niños al colegio, recoja la casa, prepare la comida, haga un lavado y vaya al supermercado a comprar lo poco que su economía doméstica le permita en las circunstancias que le ha tocado vivir, pero y después ¿qué? Es el peor momento del día -bueno, no el peor, porque la tarde traerá otros peores-, pero seremos capaces de soportarlo si en ese momento nos decidimos a salir de casa, sin vuelta atrás, puesto que de pronto nuestro hogar se ha convertido en una prisión.

Ya en la calle pocos optan por lo más sano, caminar. Por el contrario, se piensa que lo mejor es hablar con otras personas y acudimos a bares o tabernas. Allí, el fútbol, los vaivenes del Gobierno -central, autonómico o municipal- o las peripecias de los "famosos" nos distraen durante un par de horas, hasta que caemos en la cuenta de que nuestros contertulios son parados como nosotros; o sea, hasta cierto punto, enemigos, porque también ellos estarán atravesando el mismo calvario y estarían dispuestos a hacer cualquier cosa para ser ellos los elegidos si llegaran a sus oídos ofertas de posibles puestos de trabajo.

El regreso al hogar -¿se puede llamar así el lugar donde comemos y dormimos?- no puede ser más penoso. Si nuestra pareja solo cumple jornada de mañana, es muy posible que la travesía del desierto vespertina resulte más soportable, pues ambos se ayudarán y animarán. Siempre, claro está, que uno de ellos, el que trabaja, no le dé por echar en cara al otro su incapacidad para conseguir un trabajo; como si fuese culpa de él.

Insisto: con esta carga emocional encima, ¿cómo puede uno evitar que la depresión se apodere de nosotros? Intentaremos disminuir nuestros gastos, dejaremos de asistir a lugares que con anterioridad frecuentábamos, nos privaremos de los pequeños placeres que alegraban nuestra vida e intentaremos por todos los medios que los demás -no solo los amigos, sino "la gente"- se percaten de nuestra precaria situación económica, etc. Pero ¿servirá todo esto de algo? Hombre, sí, de algo ha de servir, si bien no será suficiente para evitar lo que hemos querido evitar: la depresión.

A veces nos reímos al leer en los periódicos la cantidad de trabajadores de todo tipo que visitan a los facultativos de "la cabeza". Con la seguridad que da tener un trabajo remunerado, decimos, sin poder evitar un tono despectivo, "sí, sí... tiene depresión..., lo que no tiene es ganas de trabajar", algo que resulta terriblemente injusto, puesto que es eso lo que desean: trabajar.

Burla burlando, como decía Lope de Vega, he llegado al final del artículo, y voy a enviarlo a EL DÍA para su publicación. Lo he releído y, lo digo como lo siento, estoy convencido de que nada he aportado al drama de los parados, aunque me tranquiliza saber que no está en mi mano resolverlo. Solo he pretendido que su situación anímica se conozca, se valore de manera adecuada, que no se hable de ellos como si no nos afectaran las carencias que sufren. En definitiva, tratar de ayudarlos si está en nuestras manos esa posibilidad. Recordemos, ya lo dije en un artículo anterior, que si nos tropezamos en la calle del Castillo con mil personas, es muy probable que treinta y tres de ellas "disfruten" del paro.