LAS PRETENSIONES del presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, de que el Banco Central Europeo (BCE) intervenga en los mercados para rebajar los costos de financiación de la deuda pública no contaron con el respaldo explícito del resto de los jefes de Estado y premieres comunitarios reunidos la semana pasada en la cumbre informal de Bruselas. Si bien Alemania apenas paga intereses por su deuda pública, dada su magnitud y solvencia productiva, España, por el contrario, se ve obligada a abonar un tipo por encima del 6%, disparando el diferencial con respecto al bono alemán por encima de los 480 puntos básicos. Y es que se me antoja, como profano en esta materia, que la responsabilidad de las tensiones no hay que atribuírselas exclusivamente a eventuales turbulencias especulativas, sino a un serio deterioro del sistema productivo. Situaciones análogas se dan en Italia y Portugal. De Grecia, mejor ni hablar, máxime cuando se especula con la posibilidad de que abandone la moneda única, para lo que ya la Cumbre de Bruselas ha planteado la necesidad de que cada país elabore su propio plan de contingencia ante esa probable eventualidad. Así las cosas, la salida de Grecia de la unión monetaria supondrá un coste global de un billón de euros, de los cuales 40.000 millones corresponderán a España, cantidad casi equivalente a la que se necesita para recapitalizar o sanear a la banca o a los recortes llevados a cabo o en curso para reducir el déficit público. Ya se pueden imaginar el impacto que podría tener en nuestra economía y ni que decir tiene en las empresas o entidades expuestas a la deuda griega, lo que devengaría en una nueva quita o merma en los supuestos activos o recursos comprometidos.

Una cosa es la crisis de deuda pública y otra muy distinta la recesión económica pura y dura que se ha enquistado en Europa desde finales de 2008 y que costará salir de ella solo con parches financieros desprovistos de estímulos al crecimiento o al fomento de los emprendedores y consolidación o supervivencia de las empresas.

Sin capacidad productiva resultará muy difícil o imposible reactivar la economía, y el panorama a corto y medio plazo en la zona euro no resulta alentador, principalmente, en Grecia, Portugal, Italia y España, con unas perspectivas de crecimiento malas o en recesión. Si bien el jefe de la oposición socialista en el Congreso, Alfredo Pérez Rubalcaba, defiende como panacea la eventual emisión de eurobonos para captar financiación en los mercados, tropieza con escollos legales comunitarios, dado que requerirá reformar las normas de la UE en materia económica, y ya es sabido que Alemania, que es la que corta el bacalao dada su posición hegemónica como locomotora del crecimiento y por el alto nivel de competitividad de su economía, no está por la labor. Es más, conllevaría generar más deuda, en este caso en el conjunto de los veintisiete países de la UE, y con el agravante de la falta de un respaldo sólido de crecimiento del Producto Interior Bruto, no solo en el conjunto comunitario, sino en cada país individual.

El propio Mariano Rajoy es consciente de los riesgos que entraña no encontrar una solución satisfactoria a la crisis de deuda, que no solo pasa por la aplicación de medidas drásticas de ajustes o dolorosos recortes, dado que estos por sí solos no son suficientes. Francamente, él y su gobierno se ven solos ante el peligro potencial de falta de capacidad para afrontar los retos de la deuda pública del Estado y del conjunto de las comunidades autónomas, diputaciones o cabildos y ayuntamientos. Solos ante la contestación social en la calle y en el Parlamento contra los ajustes practicados en un tiempo récord de cinco meses de gestión y que aún no han terminado. Si los ajustes en marcha no encuentran su contrapartida en una reactivación económica, el país está abocado a un retroceso imparable o la redefinición del modelo de Estado distinto al que conocemos hasta ahora, y ese riesgo existe.