EN GENERAL, la administración pública debe estar al servicio del ciudadano; debe, por tanto, ser una maquinaria eficaz a la hora de resolver los problemas de estos en condiciones de igualdad, y no acrecentarlos y/o complicarlos. Cuando a través de la Constitución de 1978 se implantó en España el modelo autonómico, en principio para aplacar en lo posible los desvaríos victimistas de ciertos nacionalismos periféricos, nadie, o casi nadie, pensó que dicha forma de Estado, a la larga, nos iba a crear un problema, no político precisamente, sino más bien económico, debido a la absoluta inviabilidad financiera y al sobrecoste que dicho modelo está generando a pasos agigantados a las empobrecidas arcas del Estado.

El actual gobierno tiene una ocasión única para plantear, dadas las circunstancias urgentes y extremas económicas, pero también políticas y sociales en las que nos encontramos, la revisión urgente del propio modelo de Estado. Tiene la mayoría absoluta y la excusa perfecta para llevar a cabo, en primer lugar, una racionalización administrativa radical y, en segundo lugar, una racionalización del gasto. Si al principio solo se escuchaba en este sentido la voz de Esperanza Aguirre, añadiendo incluso su disposición como presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid a devolver al Estado distintas competencias como educación, justicia y sanidad, posteriormente ha sido la líder de Unión Progreso y Democracia (UPyD), Rosa Díez, quien sometió, hará solo unos días, una moción en la Cámara Baja con la intención de reajustar el Estado de las Autonomías para evitar el despilfarro y las duplicidades en el conjunto de las administraciones públicas e impedir más recortes en servicios públicos esenciales. Y, paradojas de la vida, el pasado día 24 de abril diecisiete sindicatos, entre ellos UGT, CCOO y USO, han solicitado al Gobierno canario que si no es capaz, como al parecer no lo es, de gestionar adecuadamente la actual situación económica, sin aplicar inmediatamente las medidas aprobadas previamente por el Gobierno español, que devuelva determinadas competencias o que, directamente, se mande a mudar.

Por consiguiente, cada vez son más las voces que se alzan y apuestan por una revisión de nuestra forma de Estado; una revisión que pasa por cambiar el modelo de arquitectura política y jurídica en el propio desarrollo de nuestra actual administración, que está basada en cuatro sistemas: municipal, provincial, autonómico y nacional, aunque habría que añadirle uno más, como es el europeo. Este conglomerado administrativo ha contribuido a confeccionar un Estado elefantiásico e infinanciable y, por consiguiente, fallido; por lo que es más que evidente la necesidad urgente de racionalizarlo, comenzando por acabar con los regímenes fiscales de Euskadi y de Navarra; siguiendo por la supresión de las diputaciones provinciales y la imposición de una fusión de determinados ayuntamientos hasta conseguir alcanzar el principio de una administración, una competencia.

Seguidamente, los gobiernos autonómicos, antes de tocar los salarios de los trabajadores, de subir los impuestos y de tocarles la paz y la tranquilidad, por no decir otra cosa más fea, a nuestros jubilados y pensionistas, deberían comenzar por suprimir todos aquellos organismos, empresas públicas, consorcios, fundaciones o cualquier otro ente público que tenga pérdidas y que no sea estrictamente imprescindible. Pero también hay que meterle mano al despilfarro que encierra disponer de los diputados del común, los altos tribunales de justicia, los defensores del ciudadano, las policías autonómicas, las dobles sedes presidenciales, las múltiples embajadas, el surtido impresentable de televisiones de partido, los abundantes asesores externos, el incontable parque móvil oficial, tanto viaje representativo y tantas tarjetas de crédito y teléfonos móviles a costa del presupuesto.

Es absurdo que el Estado pueda en estos momentos limitar por ley el gasto de las administraciones autonómicas, amenazando con la intervención estatal si no cumplen con lo pactado, y, por el contrario, ese mismo Estado no pueda garantizarles a los españoles determinados derechos en el conjunto del territorio nacional, tales como el derecho a elegir el español como lengua vehicular en la escuela, una misma sanidad, un mismo permiso de caza o de pesca, una fiscalidad común, o el simple hecho de que todos los niños españoles puedan estudiar la misma materia independientemente del lugar donde estudie.

Este modelo de Estado, que ya es un fracaso lo suficientemente demostrado, lo único que ha logrado es -a costa de terminar casi el 26% de los españoles en el paro- fragmentar aún más si cabe la soberanía popular, el ordenamiento jurídico, la solidaridad entre españoles, así como el pleno desarrollo de las libertades individuales.

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