EN 1915, una crónica sobre el abuelo de nuestro actual Rey hacía balance de una cacería celebrada la víspera del 30 de diciembre en Santa Cruz de Mudela. Al parecer, el entonces monarca saldó su afición con 450 perdices, 130 conejos y 40 liebres. Algo más que su ministro Romanones y el fiel duque de Alba.

Evidentemente era otra época, en que los reyes cazaban en su propio coto privado o en el de cualquiera de los cortesanos habituales, que le seguían como moscas pegadas a la miel. Sin embargo, hoy en día eso ya no sucede tan a menudo. O mejor, dicho, el afán cinegético de un monarca, al igual que en su día le pasaba a Leopoldo de Bélgica, va aumentando en tamaño, directamente proporcional a la representatividad que ostenta. Otra cosa muy distinta es el cuándo y el cómo se llega a tales aventuras sin, aparentemente, costarle nada al erario. Que en este caso, por las noticias leídas, ha sido obra de una invitación de ciertos empresarios afines (o interesados) a la amistad real; con unas motivaciones difíciles de dilucidar por su nula trascendencia.

De todos es sabido que el ser humano es el único animal que mata por placer, y es por tanto una dedicación -salvo los que cazan para alimentar a su familia- a la que acceden siempre los más pudientes e importantes de todos los panoramas nacionales. No es ese mi caso, que aún me arrepiento de los lagartos que cacé en mi infancia y la abubilla que ofrecí al escolapio padre Jacinto para que la disecara y colocara en su pequeño museo/laboratorio, como así hizo. Por tanto, hoy por hoy, se puede decir que mi trayectoria como cazador es nula por convicción, aunque respeto, pero no comparto, a los que salen a matar animales en libertad, sea cual sea su tamaño.

Tenía -volviendo de nuevo al abuelo del actual monarca- Alfonso XIII como fetiche un sombrero tirolés verde, cuyo fieltro estaba atravesado por más de un perdigón que no había respetado su real persona. De este modo, resulta obvio que los accidentes de caza o deportivos son implícitos al que los practica. De ahí los reales costalazos que ha sufrido nuestro Rey a lo largo de su monarquía, como los de todos los años en Baqueira, o en la bahía de Palma de Mallorca, etc). Sin embargo, lo que la opinión popular no ve con buenos ojos es el chocante ejemplo de inoportunidad, de irse a Botswana a matar elefantes con la que está cayendo, con la prima de riesgo por las nubes y la amenaza de una posible intervención económica; amén del paro, la crisis personal de varios millones de españoles y los variados recortes sociales con que nos obsequia semanalmente el actual Gobierno mayoritario del Partido Popular.

No corren buenos tiempos para la monarquía española. A los sucesos en los que se han visto implicados los yernos del Rey, Urdangarín y Marichalar, hay que añadir el reciente disparo fortuito, por imprudencia paternal, del nieto mayor de don Juan Carlos; el siempre revoltoso Felipe Juan Froilán. El que su majestad se rompiera la cadera supone, como dice el refrán, una raya más para un tigre, dada la aparente capacidad de recuperación y las exquisitas atenciones médicas que recibe su privilegiada persona. Lo difícil es ser súbdito y permanecer años en lista de espera sanitaria para mejorar la salud vital, o morir en el intento.

Deduzco, pues, que con las torpes directrices que conllevan los actuales comportamientos de la Familia Real, el prestigio de nuestros Reyes y el de sus descendientes corre peligro de desaparición progresiva, diluidos en una abierta confrontación popular sobre si es práctico o no seguir financiando una monarquía constitucional, o dar paso a un Estado moderno de tinte federalista o republicano. Tiene don Juan Carlos a su favor, y esto es indiscutible, el papel jugado durante nuestra Transición con la firme colaboración de nuestro Ejército, que supo desterrar las secuelas de la Dictadura y ponerse al servicio incondicional del Rey y la democracia. En cuanto a la figura de la Reina, todo hay que decirlo, de su meritoria trayectoria como consorte, hay que valorarla por sus gustos muy diferenciados, culturales, proteccionistas y alimentarios, respecto de los de su real esposo.

Presumo que inevitablemente ese suceso va a traer consigo -ya lo está trayendo- un amplio debate en el que se habla y se hablará de deberes y derechos, por este orden. Lo que suceda o sucederá en el futuro más inmediato solo estará en manos de quien o quienes elaboran la real agenda del jefe del Estado. Da igual que haya sido un oso en los Cárpatos o un elefante en Botsuana, el caso es al que el azar ha querido convertirlo, por el momento, en cazador cazado.