LAS JORNADAS electorales sirven, entre otras cosas, para escuchar muchas, pero que muchas, mentiras, además de promesas que casi todo el mundo sabe perfectamente que no se van a cumplir; pero, además, dicho periodo sirve para que muchos políticos se retraten ante el electorado, al cual no se sabe muy bien por qué dichos políticos consideran poco menos que tonto, para, precisamente, exponerle tonterías. Como las últimas declaraciones de Elena Valenciano, la cual ha asegurado, ante la posibilidad de que el PP ganara en Andalucía -como al final así ha sido, aunque no pueda gobernar-, que "lo primero que hará la derecha cuando llegue al poder será intervenir sobre los derechos de las mujeres", refiriéndose en este caso al aborto, que no precisamente al empleo; para continuar diciendo que "corre peligro, por tanto, su libertad y su autonomía, así como el camino emprendido, y finalmente, su propia felicidad".

Ahí es nada: la felicidad. Quiere esto decir, entiendo yo, que la izquierda del progreso -tiene narices que se hable de progreso cuando nos referimos a Andalucía ya que, tras treinta y tantos años de socialismo, la han convertido en la comunidad con más paro, y con más retraso económico y social de España-, según la insigne Valenciano, es la única legitimada para otorgar a los ciudadanos la posibilidad de ser o no ser felices. Tiene guasa la cosa. Quiere esto decir, además, que la felicidad progresista es aquella que entiende que si los demás -en este caso los que viven de y a costa de la subvención y/o del partido -son felices el resto, aunque esté en el paro y, por consiguiente, más seco que una mojama, en el sentido emocional y sobre todo en el monetario, tiene que serlo aunque sea por una solidaridad social mal entendida.

Y es que la felicidad progresista es así de generosa y desprendida, al menos con los suyos. Es curioso cómo estos mercaderes del miedo insisten en la idea, por otra parte muy de izquierdas, de considerar al "pueblo" como propiedad privada, e, inyectándole de vez en cuando miedo sobre miedo, pretende tenerlo agradecido a su lado; y es que cuando no se tienen ideas ni proyectos, ni razones y mucho menos argumentos, se termina prisionero de un proceso imparable de deterioro moral e intelectual que conduce, irremediablemente, a transmitir precisamente eso: miedo.

Lo curioso del caso es que sería necesario explicarles a los que presumen de progresismo que las ideas no son nada si previamente no existe una determinada estrategia; y, a su vez, esta carece de sentido si no se dispone de un conocimiento previo sobre lo único que en política realmente cuenta: las personas. Claro está que esto, a su vez, tiene mucho que ver con lo que el progresismo de izquierdas entienda en qué consiste la ética política y que, indefectiblemente, tiene que pasar por realzar unos determinados valores como la profesionalidad, la eficiencia, la atención y el buen servicio al ciudadano, la transparencia, la imparcialidad, la objetividad y, en definitiva, la necesaria sensibilidad como para entender que el ejercicio de la política debe consistir en velar por el bien común y por el servicio al ciudadano.

Con respecto a la felicidad, la cosa es más complicada de lo que parece y aunque para los utilitaristas éste sea un tema de ética pública la realidad es que una cosa es que un buen gobierno provea y prevea las condiciones elementales y básicas para que el ciudadano se desarrolle feliz plena y socialmente, y otra es que éste pueda y deba construir su propio proyecto de vida al margen de lo que haga papá Estado. No se puede olvidar que la felicidad tiene un componente espiritual, por lo que aceptar este hecho implica una visión trascendental de lo que significa la felicidad; en el sentido de que es inevitable establecer una cierta relación con unos determinados parámetros éticos; por el contrario, si negamos ese componente espiritual, es como ceñir la felicidad a la posibilidad de conquista de determinados objetivos inmediatos, por lo que, al final, no se tendrá más remedio que volcar sobre el propio Estado sus esperanzas y anhelos de felicidad.

En definitiva, se puede decir que mientras que para unos ciudadanos el Estado es un mero garante de los mínimos de la convivencia cívica, para otro tipo de ciudadanos sus esperanzas de alcanzar la felicidad la vuelcan sobre el propio Estado protector y salvador.

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