SI NO FUERA por los sabores agridulces del carnaval y del fútbol en estos momentos realmente aciagos para la economía mundial, y singularmente para las Islas, estaríamos al borde de un ataque de nervios, y es que, como dice el refrán, el que tiene la boca amarga no come dulces y, en muchas ocasiones, dosis de amnesia o de olvido no vienen mal para enjugar las penas o, al menos, sobrellevarlas. Pero también es cierto que hay circunstancias en las que no se debe dar tregua al sesteo o cuando arrecia la tormenta en alta mar y no perder de vista ese carnaval en que se quiere transformar esta sociedad, pero en su aspecto más agresivo e intolerante.

El azúcar, y no el que pregonaba la mítica Celia Cruz en el Carnaval chicharrero de otrora con sus ritmos de salsa caribeña, parece diluirse en nuestro paladar como una golosina, para el que sectores considerables de la sociedad de las Islas se emplean a fondo, no solo para exhibir lo mejor de ese arte característico de la fiesta y de un modo de concebirla durante todo el año, sino para olvidar durante unos días de jolgorio esas penurias.

Las secuelas del día después evidencian esa amargura que recae en los servicios municipales y, por ende, en el erario con el que se tiene que afrontar los efluvios de jornadas realmente gloriosas y también penosas: las dos caras de una misma moneda del divertimento y jolgorio que, egoísta, no repara en el civismo, como es el caso de Santa Cruz de Tenerife, por citar un ejemplo más cercano, y cuya evidencia plasmaba EL DÍA en su última página en la edición del pasado lunes.

El carnaval del pueblo, por otro lado, se ha trocado en espectáculo puro y duro, donde la máscara auténtica y genuina que campaba por sus fueros en las Fiestas de Invierno del franquismo ha pasado a ser reliquia o motivo de nostalgia. Antes como ahora, ya fueran Fiestas de Invierno, ya sean Carnavales, ese acontecimiento preludio de la primavera o las carnestolendas se ha conformado y entendido como auténtica válvula de escape para aflorar la imaginación y dejar de lado, aunque sea por unas semanas, las amarguras de la vida cotidiana, acrecentadas para muchas familias por el flagelo de la pobreza, sobrevenida o enquistada en un porcentaje alarmante de la sociedad canaria.

La dictadura de Franco persiguió y prohibió los carnavales y encontró en el deporte rey la fórmula ideal para entretener al público. El fútbol, lo digo con respeto hacia los millones de aficionados y profesionales del deporte, acapara como nunca nuestra atención, incluso de los profanos, como el que modestamente escribe.

El carnaval y el fútbol se han convertido en fiesta y deporte caros, pero también en fuentes de ingresos para sus organizadores, gestores y actores, y en fuente casi inagotable de diversión y recreo. Y si no, repasen los presupuestos que se han barajado en las organizaciones del carnaval con fondos públicos y contribución privada ahora y en los últimos quince años en destacados municipios isleños. Sería bueno reflexionar sobre quiénes realmente debería recaer la financiación de la fiesta, precisamente cuando abunda el circo y escasea el pan.