ES NORMAL que un señor, que hasta no hace mucho solía amanecer en cualquier calle del carnaval santacrucero tirado sobre una acera mamado a más no poder, con la nariz empolvada no precisamente de talco y los pantalones meados, considere anormal que la policía detenga no ya a quien hace aguas menores -permítanme y perdónenme la cursilería-, sino a quien directamente orina en las botas reglamentarias de los agentes. Lo raro sería precisamente lo contrario; es decir, que un borracho sucio pero con patente de progre se parase a reflexionar sobre el hecho de que una sociedad ordenada no tiene por qué ser autoritaria ni mucho menos dictatorial; basta con que sea, simplemente, una sociedad en la que todos perdamos un poco de libertad personal, de libertad con minúsculas, a favor de una libertad con mayúsculas o colectiva. Vano intento docente el pretender explicarle estas cosas a quien o a quienes han nacido sabiéndolo todo. Y lo que no sabían en el momento de parto, les vino luego en forma de ciencia infusa debido a su impecable ideología de izquierdas.

La izquierda europea se quedó sin argumentos cuando cayeron, casi al unísono, la Unión Soviética y el muro de Berlín. La mera existencia del muro y de la URSS era el mejor argumento en contra del paraíso del proletariado tan ensalzado por aquella izquierda, esa es la verdad, pero los acontecimientos casi nunca siguen la senda de la lógica. La existencia en este país de 5.300.000 parados, y aumentando, debía constituir una razón muy sólida en contra de la izquierda española; al menos de esa porción de la progresía encarnada en el partido que ha gobernado durante siete años y pico. Algunos, empezando por Rubalcaba -y mal que le pese al fulano de la nariz empolvada y otros vividores a costa de unas ideas en las que jamás han creído- deberían callarse hasta que alguien sea capaz de reconducir la hecatombe en la que estamos por su culpa. Lejos de esa aconsejable cordura -la prudencia tampoco está de moda-, aprovechan el río revuelto a ver si pescan algo. Nada extraño, por lo tanto, que cada día vivamos una situación más absurda que la anterior pero menos que la siguiente.

Aseguran los manuales de periodismo que la noticia es que un hombre muerda a un perro y no al revés. A un can, que yo sepa, todavía no lo ha mordido un homínido en fechas recientes, pero a un policía sí. Un tipo, ya entradito en años, le ha clavado la dentadura en las pelotas a un agente durante los disturbios de Valencia, después de haberle quitado la porra. Asunto baladí cuando poco antes un líder semipúber con cara de indignado perpetuo -algunos nacen sabios y otros cabreados para siempre- anunciaba, megáfono en mano, que arrasarían la ciudad a sangre y fuego.

En fin, me decían los curas salesianos cuando era bachiller que se pueden robar millones pero no pesetas. Ahora sé, además, que se puede mentarle la madre a un madero en horas de servicio sin que pase nada. Hablar de tintes capilares, en cambio, es motivo de sobra para que a uno lo crujan en el juzgado de turno. Salvo, naturalmente, que el osado sea progre, indignado, sociata o proclive a amanecer beodo sobre una acera, porque entonces la patente de corso es absoluta.

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