1.- Nadie como él leyó, tradujo e interpretó a los clásicos. Nadie como EduardoAcostaMéndez, profesor titular de Alcalá, le sacaba tanta punta a los textos griegos y latinos. Era un humanista enorme, pero también un hombre despreocupado, que quiso vivir. Inteligente, capaz, amigo, este palmero ilustrado escribió, en mis tiempos de director de "La Gaceta", unos artículos inolvidables, que nunca firmó. Le conté las andanzas de aquel viejo periodista, tan particular, don LuisMembieladeVidal, director que fue de "La Hoja del Lunes" de Tenerife y presidente de la Asociación de la Prensa, que murió en una ambulancia, tras ser evacuado de Las Teresitas, asfixiado con su propia dentadura. Y Eduardo escribió unas piezas magistrales sobre el personaje. Me llamó su hermano JuanManuel, médico y amigo, que ejerce en Santa Úrsula, para contarme que Eduardo nos había dejado. Un cáncer se lo llevó por delante en unos pocos meses. Qué pena; él era un hombre que amaba la vida, pero que había vivido pegado a la enfermedad. Quizá por eso uno de sus mejores amigos era el propietario de la clínica Ruber, de Madrid, donde siempre lo atendían con prontitud y cariño. El último libro que Eduardo escribió -y quizá el único, no lo sé- fue una selección de textos clásicos relacionados con la medicina que le encargó un organismo oficial de aquí. Lo bordó. El otro día estuve echándole un ojo, releyéndolo. Eduardo tenía mi edad.

2.- Detestaba impartir clases; es decir, no era un profesor a la antigua usanza, sino de exposiciones de un cuarto de hora, magistrales. Se descojonaba cuando yo le contaba la muerte de Sócrates, en versión libre de don FelipeGonzálezVicén. El profesor Vicén lloraba cuando se la recitaba a sus alumnos, desde la tarima. Eduardo era un sabio agachado; es decir, sin alardes de sabio. En los últimos años se ganaba la vida vendiendo obras de arte, pero me había dicho que con la puta crisis nadie compraba nada y todo el mundo quería venderlo todo. La crisis recrudeció sus contradicciones. Y ahora le ha dado por morirse, dejándonos un poco huérfanos a todos sus amigos.

3.- A mí me llamaba BlasóndeEspaña, un título honorífico que él se inventó, pero repartió otros -es verdad que menores- entre sus amigos. A VicentitoÁlvarezGil le decía BlasóndeEstrella; "no es como el tuyo", aclaraba, descojonándose. Ya nada será igual sin Eduardo. No habrá más panzadas en el "Combarro", su restaurante madrileño favorito, donde se ponía morado de centollos, vieiras y nécoras. Nunca pagó. La última vez que hablé con él me dijo que había adoptado, a su forma, a una joven sudamericana y que le quería dar estudios, cosa que seguramente hizo. Era una gran persona, un buen amigo. Eduardo Acosta Méndez nos dejó, uno de estos días, sedado y sin despedirse. Y sin enterarse de que se moría.