OIGO a unos periodistas, tertulianos de un programa de radio con cobertura nacional, reírse a mandíbula batiente por el hecho, ciertamente irrisorio, de que dos casinos gestionados por empresas de las que el Cabildo de Tenerife posee el cien por cien del capital, estén en quiebra. Comentan los no citados informadores, entre carcajada y carcajada, que solo unos casinos administrados con criterios de empresa pública pueden quebrar. Ciertamente sí, aunque el asunto requiere matizaciones.

En España persiste la fea manía de que los ciudadanos, como esos seres menores de edad que son según piensan algunos, han de estar tutelados en casi todo. Verbigracia, para que no se gasten el dinero irresponsablemente en las salas de juego. Por eso se establecieron tantas restricciones en la ley que permitió la reapertura de los casinos. No podían estar a menos de cierta distancia de un núcleo importante de población, amén de que para entrar hacía falta identificarse más detalladamente, con documento oficial por medio, que cuando uno se alojaba en un hotel durante la dictadura. Cómico, desde luego, pero nadie ha demostrado que este no sea un país con sobrada abundancia de bufones. Siguiendo en esta línea de hacer el toti, los entonces responsables del Cabildo tinerfeño no tuvieron mejor ocurrencia que explotar ellos mismos el juego en la Isla. De nuevo, una clara invasión del terreno privado, habida cuenta de que la función de las administraciones públicas es propiciar las condiciones necesarias para que las empresas privadas generen empleo y riqueza, pero nunca competir con ellas en condiciones beneficiosas porque siempre ha sido barato disparar con pólvora del rey.

Lo peor, sin embargo, no era esto sino el sablazo de Hacienda a los beneficios de tales empresas propietarias de los casinos. Algo que puso a muchas de ellas si no al borde de la ruina, sí al menos en serios apuros económicos. De nuevo el tutelaje estatal, en este caso enfocado tanto a ahuyentar a empresarios "aventureros" en el siempre controvertido negocio del juego como a redistribuir socialmente, es un decir, los dineros que se dejaban en las mesas tanto los jugadores ocasionales, que siempre han sido la mayoría, como los ludópatas. La ley se modificó para que la dentellada del Fisco no fuese tan grande, pero muchos casinos estaban ya irremediablemente afectados. Sobre todo por una tercera causa: el saqueo inmisericorde de la clientela local.

Los casinos de Las Vegas llevan algo así como ochenta años funcionando sin crisis. ¿Las claves? Muchas; una de ellas que no dejan arruinarse a sus clientes. Un turista que pierde una fortuna -y una fortuna puede ser un par de miles de dólares para una economía de asalariado- sufre tal catástrofe, que no vuelve a acercarse a un casino en su vida. El que pierde lo que puede perder, en cambio, suele regresar. Lejos de eso, la política de los casinos españoles, incluidos los del Cabildo tinerfeño, ha sido aquí te cojo, aquí te limpio. Al final han puesto del revés a tanta gente, que ya no tienen quien les apueste un céntimo. Ojalá aprendan la lección y la próxima vez elijan como directivos a gente competente y no -y eso vale también para las empresas públicas igualmente en quiebra- a los amigos del político que manda, aunque lo dudo.