LLEGÓ a la empresa para hacerse cargo de uno de sus departamentos y se entrevistó con el director general que, naturalmente, lo invitó a comer. Aquí se solventan más negocios en los restaurantes que en los despachos, pero, qué se le va hacer. Para su sorpresa, el director despotricó a lengua tendida de casi todos sus subordinados, especialmente del subdirector -su segundo a bordo, por emplear un término marinero- y de varios jefes de sección. Curiosamente, las palabras más duras se las dedicó al subdirector. Oyó, e incluso escuchó, en silencio cuanto decía. ¿Y, entonces, por qué ocupa ese cargo? ¿Quién lo nombró? Fueron sus preguntas obvias al final de la ristra de descréditos a la que acababa de asistir. Encogimiento de hombros. Intereses de algún accionista, compromisos familiares... Lo de siempre.

En ese momento tuvo la certeza de que se había equivocado al dejar su antiguo trabajo para asumir un proyecto presentado de un subido color rosa por sus contratantes. ¿Qué dirá este hombre de mí cuando hable con los otros, a la vista de lo que dice de los otros cuando habla conmigo?, se preguntaba para sus adentros. Algunas semanas después dimitió convencido, ya sin ningún género de dudas, de que aquella empresa era un caso perdido.

La historia, por desgracia, se repite. Verbigracia, en el naufragio del "Costa Concordia" y su polémico capitán Francesco Schettino, abandonado ahora a su suerte por la propia naviera. De nuevo, la pregunta: ¿quién lo nombró para ese cargo? Si a un piloto de líneas aéreas, de cuya responsabilidad dependen las vidas de algo más de trescientas personas en los aviones más grandes, se le exige la superación de tantos controles físicos y psicotécnicos, ¿por qué no se hace lo mismo con el capitán y los oficiales de buque que llevan a bordo diez, veinte y en ocasiones hasta treinta veces más pasajeros?

Me envía un lector nórdico muy vinculado a temas marítimos -¿qué escandinavo no tiene relación con el mar?-, afincado en Canarias desde hace décadas, una interesante nota sobre la imagen que todos tenemos de los antiguos capitanes, con su barba bien cuidada y aseada, y los mequetrefes actuales -él no emplea la palabra mequetrefe; yo, sí- que solo saben ligar. "Estos latinos mediterráneos -me comenta- son muy apasionados en exclamaciones amorosas como bella, bellísima madona, amore mío, etcétera; presumen de tener un amor en cada puerto. En una terraza de playa Amador, tomando café con mi hermano recién llegado de Noruega, vimos a elementos de esta nacionalidad abordando a tres jóvenes guiris escandinavas. Las jóvenes, con cara seria, abandonaron la mesa. Al pasar por nuestro lado una de ellas exclamó algo en sueco que mi hermano me tradujo. Asquerosos estúpidos, maldecía aquella chica. Si hay algo detestable es el latin lover mediterráneo o sudamericano". Personalmente no lo sé, aunque parece que cuenta como mérito profesional; al menos en cierta naviera italiana.

Sin llegar a estos extremos de dramatismo, cabe preguntar cuántas empresas de estos alrededores están en manos de un inepto por ser hijo de, sobrino de o amigo de alguien con influencia o pedigrí.