EL MIÉRCOLES último publiqué en este periódico un artículo titulado "Dos guardias en el monte". En él me preguntaba qué hacían dos policías municipales de La Orotava un domingo a las once de la mañana en el aparcamiento de La Caldera, pues no parecía que sucediese en el lugar nada extraordinario o justificativo de tal despliegue. Me referí a la situación, eso sí, en tono un tanto irónico, pues nada me impide usar cierto sarcasmo en lo que escribo. Al contrario: más de una vez le he oído decir a Juan Manuel García Ramos -alguien a quien considero uno de los pocos intelectuales que tenemos por estos alrededores- que un artículo diario debe tener su dosis medida y comedida de sal y pimienta, porque si no puede ser cualquier cosa pero no un artículo diario mínimamente digerible. Sea como fuese, tan solo quería saber -y sigo queriendo saberlo- qué hacían allí los citados pero no identificados agentes municipales salvo, también eso lo escribí cáusticamente en el citado artículo, que estuviesen realizando un servicio de naturaleza secreta. Lo cual no me pareció que fuese el caso, considerando la animada conversación que mantenían. A lo que voy: no me referí a ellos en el sentido de que "dan pena", ni califiqué su trabajo como "irrisorio", ni dije que estaban allí tal vez para digerir una mala digestión "de su opulento y generoso cuerpo", ni los taché de "abominables y poco éticos", ni añadí que estuviesen presos de una "neura enfermiza", ni los catalogué de "mierdillas" ni, para no cansar con una retahíla de insultos que no acaban aquí, afirmé de ellos que habían "perdido la olla". Calificativos todos ellos, amén de muchos más, como digo, atribuidos a quien esto escribe en un mensaje de correo-e por un señor al que, evidentemente, no le ha gustado mi artículo. Un señor que se permite añadir datos de mi vida pasada acaso con la idea de transmitirme un mensaje subliminal: ten cuidado porque sé quien eres. Una amenaza, quienes me conocen lo saben, que me trae al fresco. Ocurre, empero, que las descalificaciones son harina de otro saco. No porque me importe, que tampoco, sino porque una de las pocas cosas buenas que hizo el Gobierno de Zapatero fue promulgar una ley que castiga severamente el mofarse de alguien por su aspecto físico. Y como las leyes están para cumplirlas, pues hasta la vista... La oral, claro. Lo bueno de Internet es que siempre se termina por saber quién ha enviado un correo-e, aunque utilice una cuenta genérica y firme con pseudónimo.

Hasta aquí la connotación personal de un asunto que tiene muy poco de personal. De hecho, el único aspecto personal es que presencié personalmente -permítaseme redundar adrede- los hechos relatados en tal artículo. Lo demás solo es un ejemplo añadido de la prepotencia con que muchas veces -demasiadas veces- se sigue actuando desde la Administración hacia unos ciudadanos que, paradójicamente, sostienen a un entramado público que debería estar al servicio de todos nosotros y no al revés. Un tinglado, además, voluminoso. Cabe recordar que en Canarias tenemos cuatro administraciones: la estatal, la autonómica, la insular y la municipal, esta última con sus correspondientes uniformados amantes del aire puro o el desayuno en grupo, y a media mañana, porque lo dice un convenio que en su día les admitió el político de turno para evitarse problemas y porque, a fin de cuentas, no iba a ser él, sino los paganinis de siempre, quienes correrían con el coste de la prebenda.

No me voy a cortar las venas porque tengamos el país de mangantes -golfos a lo mejor sería la palabra más adecuada- que nos ha tocado vivir, ni mucho menos le aconsejaría a nadie que lo hiciera. Al contrario: la vida está para reírse; incluso para desternillarnos de nuestras propias cuitas. Pero entre la sonrisa irónica y la mueca de resignación ante la prepotencia con la que siguen actuando algunos colectivos (el término colectivo es muy utilizado por multitud de ignorantes idiomáticos que nunca han leído a Lázaro Carreter) media un abismo que no estoy dispuesto a cruzar. Lo contrario supondría perpetuar ad infinitum ese temor arcaico de la sociedad española -propio, por lo demás, de cualquier pueblo sometido a una larga dictadura- hacia todo lo que huela a autoridad. "Encógete de hombros y mira para otro lado, porque si quieren joderte lo consiguen". Esta es la consigna al uso de una población que ha aprendido, de buen grado o a la fuerza, la conveniencia de "no buscarse problemas". Aunque esta vez, y en mi caso, no existirá esa sumisión amedrentada. Esta vez que me jodan vivo si quieren y si pueden, pero le voy a hacer caso al taxista de Las Palmas que recriminó, no hace mucho tiempo y con toda la razón del mundo, como también lo hizo mi abogado, que dejase morir un pleito contra un agente de la autoridad simplemente porque me resulta más barato bajar la cabeza y pagar la multa que seguir en la batalla legal. "Si todos hacemos lo mismo, cada vez nos tratarán peor", concluyó el taxista. Desde luego que sí. Como dice Antonio Alarcó, el silencio no es rentable. Y la sumisión ante la prepotencia, menos aún. Por eso le aconsejo a alguien, si me admite la recomendación, que vaya buscando abogado y procurador. Chulerías de guindilla, las justas; es decir, ninguna.