POR CAUSAS que no son del caso mencionar, últimamente he venido varias veces a Santa Cruz desde la Península, lo que me ha permitido comprobar cómo ha cambiado la vida en esta isla en los setenta años en que llevo viviendo fuera de ella por causas digamos que de trabajo, lo que en el fondo solo es una excusa que al cabo de los años uno lamenta haber hecho, cuando ya solo resta lamentarse, aunque tampoco demasiado, que uno le está agradecido al Señor por su asistencia y ayuda de siempre. Mis estancias en Santa Cruz han sido especialmente gratas por haberme alojado en casa de mi hermano Rafael y su mujer, María José, que en estos viajes han sido para mí un gran consuelo y siempre una muy agradecida ayuda. Por esas cosas de la vida, resulta a estas alturas que el pequeño de la casa, el último de seis hermanos, es ahora, junto a su mujer, el verdadero jefe de familia, el consuelo de todas las penas y el pañuelo de todas las lágrimas y la expresión más clara de todas las alegrías que aún nos depara la vida. Estas estancias en Santa Cruz me han permitido reflexionar sobre el enorme cambio sufrido por la sociedad canaria y española si nos remontamos a los años 30, que vieron nada menos que la muerte de un régimen varias veces centenario como fue la Monarquía, con sus varias Casas reinantes, el nacimiento de una también efímera, aunque no tanto como la primera, Segunda República y, finalmente, el llamado Alzamiento Nacional, seguido por si fuera poco por la Segunda Guerra Mundial. Precisamente el también llamado Movimiento Nacional fue la causa del nombre de mi hermano, pues cuando nació el pequeño de la familia un primo nuestro de nombre Rafael fue sorprendido en Madrid como estudiante. Hacía meses que nada se sabía de él y mis padres decidieron que los suyos fuesen no solo padrinos del debutante, sino quien llevase también su nombre.

Aquellos años 30 fueron también de gran trascendencia para los muchachos de mi generación que andábamos con el Bachillerato, entonces de nada menos que siete años y que englobaba toda la Enseñanza Secundaria. Había estallado la Guerra Civil y la suerte había decidido que estuviésemos geográficamente al menos en el bando triunfante, con lo que cada vez que las llamadas "fuerzas nacionales" entraban en una nueva capital de provincia se organizasen unas manifestaciones de adhesión que suponían la suspensión de clases por ese día y la participación en las dichas manifestaciones, amenizadas por la banda municipal al mando del inolvidable don Evaristo Iceta, de tan grato recuerdo para todos los chicharreros, aunque no solo por las manifestaciones aludidas, sino también por los conciertos en la plaza del Príncipe y en la de la Constitución, que ahora llaman de la Candelaria, los señores ediles sabrán por qué.

Me gusta referirme a aquellos años, cuando nació Rafael, más que nada por el gran cambio habido en la vida ciudadana en el transcurso de estos años. Mi padre, como catedrático de la Escuela de Comercio, tenía (como recordaba frecuentemente y es de fácil confirmación) justamente el sueldo equivalente al de un sargento de Regulares, con lo que a su vez justificaba que si podía enviar a su hijo a estudiar a la Península, lo mismo podían hacer la inmensa mayoría de los padres de familia, ya que era solo cuestión, en el caso de carecer de fortuna propia, de trabajo, trabajo y sacrificios. Tenerife era entonces, y supongo que lo seguirá siendo, una isla profundamente agrícola, con gran parte de su producción con destino a la exportación, principalmente al extranjero (Londres, Francia, Alemania, etc.), con un incipiente turismo que se reducía a algunos jubilados ingleses que se venían a vivir al Puerto de la Cruz, aunque, eso sí, con frecuentes visitas a la isla de buques con turistas de hasta más de cien plazas, para las que se organizaban caravanas de coches de alquiler descubiertos que los paseaban por la isla.

Con este carácter económico insular, el comercio local e internacional adquirían una importancia capital, y por ello la necesidad de estudios que como los de Peritaje y Profesorado Mercantil eran impartidos por la aludida Escuela de Comercio, al principio y hasta el 39, en los altos del Ayuntamiento capitalino, para pasar luego al edificio de Imeldo Serís. En aquellos años, la ida a estudiar a la Península, aparte de una mejor calidad, era consecuencia de las escasas posibilidades que teníamos los canarios, con una sola Universidad insular en la calle San Agustín, en la vecina La Laguna, y en ella solo dos alternativas, Derecho o Ciencias Químicas. Por ello, carreras tan comunes como Medicina o Ingeniería en alguna de sus diversas especialidades tenían que realizarse forzosamente en la Península, con especial predilección de Cádiz para los de Medicina o de Madrid para las Ingenierías. Y así como el viaje a la Península (obviamente en barco) era siempre un poco o un mucho de aventura, la vida local era de una simplicidad alarmante. En casa, por ejemplo, no había teléfono ni, por supuesto, coche, reservado casi exclusivamente a los médicos y a algún importante hombre de negocios, como en nuestra calle a don Heliodoro Rodríguez López, que en el tapón del radiador de su coche lucía un altivo gallo dorado, de evidente significado familiar. La merienda de los niños consistía fundamentalmente en una jícara de chocolate (generalmente de Chocolates Nivaria) y un trozo de pan. Íbamos los domingos al cine de las 4 de la tarde, a la matiné que decían, en mi caso en el cine La Paz o en el Cinema Victoria, ambos en la plaza de la Paz. Y después de merendar nos íbamos a jugar a la Rambla, que hoy llaman "de Santa Cruz", que no iba a ser de Granadilla, digo yo. El cambio con la infancia y juventud actual es simplemente astronómico, o dicho en términos canarios actuales, "astrofísico".

Pero donde el cambio es, a mi parecer, esencial es en lo urbano y residencial. Los pueblos y ciudades de mi tierra son, según puedo comprobar cada vez que vengo, esencialmente mejores que los que los tinerfeños, al menos, nunca tuvimos. Mi hermano Rafael, como el resto de sus hermanos, sus primos y cuñados, sus amigos y compañeros de trabajo, todos y hasta las muchachas de servicio nacionales, incluidas a veces las extranjeras, todos son poseedores de las casas que habitan, algo simplemente inaudito en aquellos años 30, en los que la inmensa mayoría vivíamos en casas alquiladas o cedidas. En la época en que me tocó casarme, uno de los grandes alicientes de la carrera era que las empresas de una cierta importancia facilitaban viviendas de su propiedad o por ellos alquiladas a los jóvenes ingenieros que matrimoniaban, uno de los grandes atractivos de aquellas llamadas carreras de escuelas especiales. Pero el resto de los españoles universitarios que trabajaban habían de sufrir el dispendio de notable cuantía que suponía el alquiler mensual. La llegada del Movimiento Nacional supuso a su vez un duro golpe para los propietarios de casas, ya que ello significó a su vez la congelación de los alquileres, al tiempo que un muy notable incremento en la construcción de viviendas para obreros y empleados que los sindicatos se encargaban de construir y adjudicar, siendo ampliamente superada la naciente construcción de las llamadas casas baratas llevada a cabo durante la Segunda República. Lo de la congelación de las rentas de los pisos alquilados durante años y años supuso un rudo golpe para los propietarios de pisos, incapaces de afrontar el creciente aumento del coste de la vida en los años 40 y 50, con la influencia del cese de la Segunda Guerra Mundial, que, conviene recordar, supuso para los pobres españolitos que salían de una guerra de tres años un rudo golpe con la retirada de los embajadores de las potencias ganadoras de dicha guerra y el cierre de las fronteras, ya que, según dictaminaron las nacientes Naciones Unidas, "España representa un peligro en potencia". Ello obligó a desarrollar todo un período de autarquía de largos años de duración y al mantenimiento de las medidas restrictivas como la de los alquileres, con repercusión en todo el país, Canarias incluida. Aún recuerdo el caso de don Jesús Alonso, profesor de Dibujo en la Escuela de Comercio, al que los alumnos llamábamos "Basurita", por ser este el apelativo que generalmente aplicaba a los ejercicios que los alumnos hacían en su clase de Dibujo, poseedor de numerosos pisos que tenía alquilados y al que la no elevación de los precios durante años y años llevaba a condiciones económicas alarmantes. Recuerdo asimismo oír comentar a mi familia madrileña el caso de una viuda que vivía en un amplísimo piso de la calle Serrano madrileña, desde hacía años con la renta congelada, con una humilde viudedad de su marido y a la cual el simple alquiler de una habitación a un estudiante a los precios vigentes en el momento para nuevos alquileres le permitía pagar el suyo propio.

Cuando uno contempla el espectacular desarrollo urbano de Santa Cruz y la excelencia en que una sabia política urbanística ha colocado a La laguna, se pregunta si aquella época de infancia y juventud fue realmente vivida en un ambiente social y humano tal como la recuerdo o si ese recuerdo es un mero sueño y los decenios de bonanza vividos en el pasado inmediato existieron siempre. Pero, a Dios gracias, no es así, y esos años de bonanza fueron el fruto de otros muchos anteriores de esfuerzo y trabajo de todo un país decidido a superar para siempre situaciones de privilegio para unos pocos. Nuestra misión y responsabilidad actuales es que ese éxito alcanzado una vez no se pierda jamás.