UN HOMBRE, o una mujer, puede alcanzar -o no, dependiendo de su valía personal y del esfuerzo que realice- las más altas cotas en su vida profesional. Cualquiera que se lo proponga y tenga un conjunto mínimo de cualidades puede ser un destacado arquitecto, un brillante escritor, un exitoso abogado, un médico con manos de santo y hasta un político capaz de evitar catástrofes sociales -la guerra es la peor de todas ellas- o sacarnos del atolladero económico y social que padecemos actualmente; lo cual, dicho sea de paso, no dista mucho de ser una hecatombe nacional. Cualquiera puede desempeñar, insisto, cualquier tarea para la que se haya preparado convenientemente en una universidad o centro de formación profesional. Pero antes de llegar a esos niveles de eficiencia habrá tenido que pasar por una escuela primaria. Esa es la base sobre la que luego ha de construirse todo el edificio, ya sea éste una sencilla casa solariega o un rascacielos. Sin esa etapa de formación inicial realizada de forma correcta, difícilmente se puede alcanzar la excelencia -la palabra excelencia se ha puesto muy de moda- más adelante. Por lo tanto, la labor de un maestro de escuela suele ser la más importante en el largo proceso educativo que ha de seguir hoy en día cualquier persona, sea cual sea su origen y condición, para defenderse en la vida con unas condiciones mínimas de éxito.

Digo esto no como el enjabonado que se aplica antes de afeitar -el afeitado viene de inmediato-, sino porque estoy convencido de que es así. Considero la profesión de maestro como una de las más difíciles y con más responsabilidades a la hora de moldear el carácter de un niño para no malograr, sino todo lo contrario, un potencial que a priori puede ser inmenso. Consecuentemente, respeto mucho a Paulino Rivero como maestro de escuela y como persona -toda persona es digna por el mero hecho de serlo-, pero no lo veo como presidente del Gobierno de una comunidad con más de un cuarto de millón de desempleados según datos oficiales. No lo veo capaz de sacar a Canarias de una crisis mucho más aguda que la padecida por el resto de España. Es hora de que cada cual esté en su lugar. Los médicos, en los quirófanos o en las consultas; los abogados, en el foro con sus pleitos; los economistas, en las universidades con sus teorías raras o irreales; los ingenieros, levantando puentes o diseñando coches más eficientes; y los maestros de escuela, enseñando en las aulas que no es poco. Lo que no podemos seguir es con políticos de ocasión muy capaces en sus respectivos campos profesionales -algo que llevo reiterando desde la primera línea-, pero manifiestamente inútiles como regidores de los asuntos públicos. No porque obren de mala fe, aunque algunos obran de mala fe, sino porque no están preparados para esa tarea. No pueden estarlo porque no han recibido la formación adecuada. Ni más, ni menos.

Cuánto se echa en falta en España una escuela de estado. Una institución de la que salgan los dirigentes que vemos, no sin cierta envidia, en otros países. ¿Tenemos por estos alrededores a alguien con la talla de Sarkozy, Merkel, Cameron u Obama, al margen de los defectos de cada uno de ellos pues ninguno es perfecto? Lo dudo. Más bien estoy seguro de que no. Ahí tenemos, sin ir más lejos, el nuevo y flamante Gobierno de España. Tanta preparación, tanta prestancia, tanta solvencia intelectual para seguir con lo mismo. La prima de riesgo, cuya subida intentaron atajar con un brutal palo fiscal a los que todavía trabajan y ahorran porque han resistido la tentación del despilfarro suicida, vuelve a campar al alza igual que antes. Bien saben los mercados -siempre los mercados- que las cuentas del erario no se subsanan obligando a unos pocos a que paguen más, sino consiguiendo que sean muchos los que puedan pagar aunque sea poco. Lo contrario de lo que se pretende aquí. Todo ello, por si fuera poco, con la curiosidad añadida de un presidente al que únicamente vemos cuando se viste con frac para codearse con el Rey en un acto público contento, tal es la expresión de un rostro que se le ha tornado incluso en bobalicón, como un niño con zapatos nuevos. No es esto. Desde luego que no, aunque ya no tengamos a Ortega para que nos lo diga. Para que también nos diga, como manifestó en su día refiriéndose a la Segunda República, que esto no tiene ni pies, ni cabeza, ni el resto de la materia orgánica que media entre los pies y la cabeza. Pies no lo sé, pero cabeza desde luego que no porque Rajoy se está limitando a hacer lo que siempre ha hecho bien: ocupar el puesto de vicepresidente de alguien. Pero como ahora él es el presi, ha tenido que nombrar a una vicepresidenta con funciones de CEO -chief executive officer, como dirían los que saben English- para asumir el papel de vice de Soraya Sáenz. En definitiva, vicepresidente de sí mismo. En qué acabará esta locura.