l.- Aparqué la moto en la portuense calle Blanco y fui a comprar lotería, al kiosco de Angelita. Entonces me entró un ataque de nostalgia, de esos tan típicos de los prejubiletas; y eché a andar. Vinieron a mi memoria aquellos textos de Azorín: "Andando y pensando". Yo leí las obras completas de Azorín con 14 años, en unos tomos encuadernados en piel, editados por Aguilar (1960-1961), con estudio preliminar de Ángel Cruz Rueda. Me los regaló mi abuelo, después de enterarse de su reciente aparición por el ABC. Las tapas del tomo III sirvieron de festín a un ratón, pero finalmente escaparon. En el tomo V, en "Andando y pensando", habla Azorín de Proust, de Jovellanos, de "Clarín", de Pereda, de Alarcón, de Maragall, del parque del Oeste, de la Casa de Campo, de El Pardo. Bueno, a lo que voy. Aparco la moto y echo a caminar. Veo una exposición de belenes en la Casa de Ventoso y entro. En este edificio pasé yo mis mejores años escolares, desde los 7 del ingreso del bachillerato a la reválida de cuarto. Pisé, de nuevo, aquel patio de piedra del recreo, donde jugábamos al fútbol; yo, de portero. No lo hacía mal porque luego me fichó el juvenil Puerto Cruz, en la noche de los tiempos. Vinieron a mi mente tantos recuerdos. La duración del partido dependía del tiempo en que tardábamos en romperle las gafas al superior, padre Andrés Cañibano Salado, un agustino íntegro, enamorado de la docencia, con firmes convicciones morales y éticas. Yo tenía el partido en la cabeza: estaba viendo a mis compañeros, a los muertos y a los vivos, dar patadas a un balón de la "Ceplástica Ariz", el mejor de cuantos me dejaron los Reyes. Acabó empotrado en el pico de un cactus, en cualquier campo improvisado, en medio de mis lágrimas. Junto a la puerta de la secretaría del colegio, entrando a la derecha, en el zaguán, siguen, tan firmes, las dos alcayatas redondas que sostenían el cuadro de honor. Reconozco que mi lugar habitual era la "Excelencia". Más abajo, tres menciones, numeradas; alguna vez ocupé la primera mención, pero casi estaba abonado a la "Excelencia", que era el reconocimiento máximo. Ahora me encuentro en la capilla. Cuántos susurros, cuántas confesiones de inexistentes pecados juveniles. Hay que ver cómo se pudo ser tan escrupuloso y cómo se puede llegar a ser, como yo ahora, tan laxo de conciencia (que no de moral). Cuántas veces ayudé a misa en aquella capilla, donde luego el padre Pablo Díez, mi gran profesor agustino, bautizó a mis hijas. No hay todavía en el Puerto, que yo sepa, una calle dedicada al padre Pablo; me parece increíble cuando repartió educación y bondad entre cientos y cientos de portuenses. Había belenes en la capilla, que ya no lo es, y en las aulas de la primera planta, las de los más chicos. En una de ellas vendía Felipe de Súñer (a quien le envío un abrazo) los sellos que le birlaba a su abuela, doña Elisa Machado; y Fernandito Machado Fernández, q.e.p.d., tenía más plumas y lápices en su mesa que los que podían exhibirse en una tienda. Por eso llamaban a su pupitre el Bazar X. Por fuera de esa clase trepaba la cuerda, más ágil que nadie, el hoy arquitecto Andrés Ascanio, que hablaba inglés con buen acento del norte de Gran Bretaña; y por eso el abogado CelestinoPadrón, nuestro inolvidable profesor y amigo, lo apodó "el Scotland". Lamento haber perdido los apuntes de Celestino, con mapas dibujados con creyones y una capacidad de síntesis impresionante. Una vez nos preguntó por la capital de Liechtenstein; casi nadie lo sabía: venía en la letra pequeña. A mí me suspendió: ignoraba la existencia de Vaduz.

2.- Estaba viendo en aquellos momentos a otros queridos docentes: al gran maestro don Andrés Carballo, con sus desafíos en geografía (nos poníamos de acuerdo los contendientes para preguntarnos lo que sabíamos). Al padre Lucinio García de la Cuesta, un tipo estupendo, un pintor excelente, que más tarde se enamoró y se exclaustró y espero que ande por este mundo. A Luis Pérez, primero obrero, luego maestro, después médico. A don Francisco Suárez, una de las personas más buenas y más honestas que he conocido, que leyó mis artículos hasta el día de su muerte. Y a otros agustinos, además de los citados, tan íntegros, tan buena gente y tan tolerantes. Dieron un ejemplo en el Puerto de la Cruz de aquellos difíciles años 50 y siguientes. Estoy viendo a mis compañeros muertos: Antonio Ascanio Sotomayor, Juan de la Cruz Bethencourt (su hermana, Changola, fue madrina del equipo de baloncesto), el propio Fernando. El otro día le di un abrazo a Pedro Domínguez. Le guardo gratitud eterna: en el examen de dibujo de cuarto de bachillerato pintó dos veces el jarrón que nos pedían; una para él y otra para mí. A mí me aprobó Jesús Ortiz y a Pedro se lo cargó. No me explico por qué, si el autor de los dos era el mismo.

3.- Recordé el día del examen de ingreso, antes de que llegara el tribunal "de Santa Cruz", que incluía al temible matemático Beltrán y a un oficial instructor del Frente de Juventudes. Para la gimnasia. Ese día "Michán"Yanes se dio un golpe contra el filo de una cama en desuso, en los dormitorios de la planta alta del colegio, saltando sobre ella, y se abrió una herida en la tibia que dejó al descubierto el hueso. Lo curó don CelestinoCobiella, un gran médico, una persona decente, que dejó un recuerdo imborrable en el Puerto, cuya labor continúan sus hijos. "Michán" llegó al examen y lo aprobó. Me preguntaron por las islas de Asia, que me sabía de carrerilla, pero me trabuqué. El padre Pablo, con gran aplomo, se dirigió a los miembros del tribunal y preguntó: "¿Alguno de ustedes ha estado en el Japón?". Vi los cielos abiertos y grité, como un poseso: "Japón, Formosa, Hainán, Ceilán, Java, Sumatra, Célebes y Filipinas". Notable alto. ¿Cómo me voy a olvidar de aquel santo varón? Estaba el otro día, de pie, en medio del patio de piedra, contemplando el corredor que lo rodea, allá en la altura, y el torreón de Ventoso que se alza como el mejor vestigio histórico de amores, de poesías, de atalaya para seguir el rumbo de los barcos de rutas inciertas. Bendito colegio, por unos días gigantesco belén; benditos recuerdos y bendita juventud, alcanzable sólo con los recuerdos agolpados y alocados en mi mente. Escribo todo esto una hora después de haber perdido el conocimiento, durante unos segundos, por causas todavía desconocidas, en el garaje de Cajasiete. Se ve que el conocimiento sí, pero la memoria sigue ahí; y sin tomar apuntes, como hacía Azorín. Solo, solo con mis recuerdos, por lo que veo imborrables. Solo con un montón de recuerdos.

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