ME HE PUESTO a hacer una lista de cosas que se pueden adquirir con mil euros o menos -el límite que baraja imponer el Gobierno para las compras en efectivo, si finalmente acepta la sugerencia de los técnicos de Hacienda- pero he desistido de la tarea porque ayer por la mañana, Día de los Reyes Magos, tenía la cabeza en otras cosas. Por ejemplo, en el continuo reparto de cargos políticos. A lo mejor resulta que celebrar las elecciones en noviembre conlleva ventajas implícitas de calendario, pues supone dar a conocer los nombramientos durante las fechas navideñas; época de hacer regalos, como todo el mundo sabe. Aunque con la calamidad económica que seguimos teniendo encima me pregunto, y en absoluto es una cuestión baladí, cuántas cosas que cuesten más de esos mil euros de gasto máximo en efectivo se le pueden regalar a cualquiera. Excepción hecha con los mencionados puestos políticos que, por supuesto, valen más de mil euros apenas el agraciado cobre el primer sueldo.

Hoy, que es sábado, pretendo dedicar unas líneas a dos experiencias personales en cuanto a nombramientos para esos cargos que se conceden, ahora lo sé, no tanto en función de la valía del candidato, sino de su afinidad personal con quien tiene la potestad de otorgarlo. Únicamente dos veces en mi vida he pedido la concesión de uno de tales empleos. La primera vez fue para mí hace más de 25 años. No iba a cobrar nada en tal puesto de responsable de prensa en una institución que entonces consideraba importante y entrañable y que a día de hoy sigo considerando importante pero no entrañable. Aspiraba al puesto por amor al arte; nada más. Venciendo cierta timidez innata -o pudor sobrevenido- hablé con mi jefe del asunto. La decisión no dependía solo de él y le pedí que hiciera las gestiones oportunas donde correspondía. Expuso sus dudas sobre las posibilidades de éxito. "Tú muchas veces le has pedido peras al olmo y has comido peras", le dije. "Sí, pero siempre que las he pedido era porque estaba convencido de que tenía derecho a comérmelas. Deja que lo piense un par de días". Supuse que era una forma elegante de zanjar mi solicitud y olvidé un asunto que desde ese momento di absolutamente por perdido. Tres días después vino a verme. "He decidido que sí; voy a gestionar lo que me pides, pero a partir de ahora la pelota ya no está en mi tejado". Tuvo éxito y finalmente ocupé un cargo por el que, lo reitero, jamás cobré un céntimo, pero que me permitió realizar una de las tareas con las que más he disfrutado.

El segundo y último favor -espero no repetir la experiencia por tercera vez en lo que me quede de vida- para la designación de un cargo público lo pedí recientemente. No para mí, sino para un amigo por dos motivos. El primero, porque lo considero la persona idónea para desempeñarlo; y el segundo porque es un amigo. Esta vez no hemos comido peras ninguno de los dos. "Es que nunca va por el partido a echar una mano", fue la respuesta que me dieron al, a su vez, darme con la puerta en las narices. Echar una mano en los partidos políticos significa meter cartas de petición de votos en los sobres, colocar sillas para el público en los mítines, llevarse bien con los que mandan o agitar banderitas en los actos. Si esos son los méritos que siguen contando, y esos son realmente los méritos que siguen contando, imaginen ustedes lo que nos espera.