QUE A NINGÚN niño le falte un juguete en estos Reyes Magos. ¡Qué ilusión! "Jugando, jugando, hacemos crecer nuestro espíritu, ampliamos el campo de nuestra visión, de nuestros conocimientos. Jugando, jugando, decimos y escuchamos, despertamos a aquel que se ha dormido, ayudamos a ver a aquel que no sabe o a aquel a quien han tapado la vista" (Antoni Tàpies).

A mí me encantaban los soldaditos de plástico. Tuve un par de ellos de plomo que desentonaban en el grupo porque eran un pegoste, de pesados. Tremendas batallas se formaban en mi cuarto o en el balcón de mi casa, en ocasiones en el chorro de la esquina, en uno de los ramales del barranco de Santos. Por la finca de don Estany, en lo que hoy se conoce por Las Indias. Tenía bolsas y bolsas guardadas, con los boliches y los trompos, detrás de la puerta o debajo de la cama, y lo imaginativo en este caso era hacer combatir a los romanos protegidos por sus preceptivos escudos cuadrados con los bien pertrechados alemanes de la Segunda Guerra Mundial.

Los tanques atacaban el castillo medieval con el pozo alrededor y las catapultas y arqueros se defendían tirando piedritas. Aparte de que unos eran el doble de grandes que los otros, a lo mejor reunía unas decenas de cruzados de muchos colores, e incluso algún caballo, que se enfrentaban decididos a batallones enteros de infantería japonesa, la mayoría agachados disparando, de color verde uniformado subidos a los zapatos de mis padres, que hacían de barquitos de combate. Mi madre me echaba unas broncas de espanto porque decía que tenían gérmenes; no los hijos del sol naciente, sino lo otro que se coloca en los pies y tiene suela. Y en eso atacaban los indios a los americanos con las carretas refugiándose en Fort Laramy o Fort Apache, en los que destacaba su torreta ondeando la bandera de las barras y estrellas. Tuve una compañía completa de confederados sudistas, gris clarito con sus pañuelitos amarillos, que cruzaba con los del norte, de color azul marino.

Mientras tanto, las niñas jugaban a la comidita, con vajilla de loza china y cocina de aluminio, rodeadas de muñecos; a la costurera con máquina de coser; al maquillaje con cosméticos simulados; y a otros juegos como las ligas, el teto, las rondas y los cantos.

Más tarde, mejoró la cosa. Aterrizaron los Play Mobil, que no me gustaban, y los taquitos de Lego, que hicieron furor. Cayó hasta alguna nave espacial con su respectivo robot y monstruo sideral.

Apareció Godzilla renovado y Heidi con su abuelito, coches con mando a distancia y muñecas parlanchinas. Pero ya no pegaba ni con mi edad ni con mis inclinaciones; era la Transición. Digamos que lo que antes se componía en guerras atemporales y multicombativas, de ejércitos de épocas distintas, se abrió en un abanico de elementos nuevos que evolucionaban cuando a la vez me hacía mayor y perdía lógicamente interés.

Y desde ahí el juego se ha transformado. Ahora mismo los inventos electrónicos se han llevado el gato al agua de la forma de jugar. ¡Es increíble! Desde que aterrizaron las Playstation o similares, con una sofisticación y realismo que hasta miedo dan, no cabe más nada. Los críos pasan el día entero enchufados, no hay quien los saque de ahí, convertidos para nosotros en "íntimos extraños" que se pegan horas y horas en los ordenadores, móviles, tabletas o respirando para ver la tele, con Los Simpsons, Bob Esponja, un tal Shin-Chan o Fanboy, de descarados antisistema con los que no creo divisar demasiado porvenir.

¿Sinceramente? No sé qué cabezas estamos creando con tanto juguete descontrolado y apología de la escasez de valores, la violencia o el sexo. No lo sé. Probablemente nos dirigimos hacia una sociedad de superfriquis, que supongo, ya después, al tener que ir lanzándose a lidiar los verdaderos toritos de la vida, los obligará a sumergirse -igual que hicimos nosotros- en la charca de las decisiones que atañen a los adultos.

Eso espero. A las siete charcas de las Islas si les parece vamos a llamarlas piscinas para que no suene tan mal, y lo que hay que procurar por el lado de la economía es insuflarle agua, no lodo, que de momento solo entra por el chorro del turismo y la agricultura y sale masivamente por un suelo totalmente picado.