ME INUNDAN los lectores el correo electrónico con preguntas sobre el asunto de las Teresitas. Como si yo conociese algo más de lo que todo el mundo intuye que ha ocurrido pues a día de hoy, y después de seis años de investigación judicial, seguimos sin saber a qué atenernos. Por supuesto que tengo una idea de lo que ha podido suceder. Ocurre, empero, que el Código Penal no persigue intenciones sino hechos. Es una de las primeras cosas que se les enseña a los alumnos de Derecho. Pasar por delante de un banco y sentir ganas de atracarlo es un pensamiento punible para el catecismo de la Iglesia, pero no para las leyes penales. Reunirse con otro para planificar tal atraco es diferente porque en ese supuesto, a nadie se le escapa, ha habido algo más que una intención moralmente reprobable pero no judicialmente perseguible. Orquestar un delito ya es un delito.

En el asunto que nos ocupa cabe preguntar si estamos ante una mera oportunidad mercantil hábilmente aprovechada por empresarios duchos en tales lances -lo cual puede suscitar muchas envidias en un país plagado de envidiosos, pero no la intervención de un fiscal y un juez- o, por el contrario, se traspasó claramente la frontera de la legalidad con el concurso de políticos y funcionarios, de forma que el éxito del negocio no dependiese solo de esa mencionada habilidad de los negociantes. Personalmente nunca me hubiera arriesgado a comprar unos terrenos -porque de ahí parte todo- quince días antes de que el Tribunal Supremo dictase una sentencia esencial para determinar su valor. Sin embargo, es obvio que algunos empresarios no sienten tanta aversión por el riesgo. De todas formas, estamos hablando del Tribunal Supremo y no de un juzgado de primera instancia.

Lo demás ha venido por añadidura. ¿Es normal que una entidad de crédito le desembolse por la tarde más de cinco mil millones de pesetas a una empresa constituida por la mañana? A mí no me lo parece, pero puede ser perfectamente normal. Qué quieren que les diga.

En definitiva, o se cruzó esa línea de la legalidad, o no se cruzó. Un planteamiento que puede parecer de Perogrullo, pero es que no hay más. Si no se traspasó, toda la investigación judicial sobraba seis meses después de haber comenzado. Lo que no aparezca en ese período, incluso antes, difícilmente queda al descubierto después cuando ha habido tiempo de borrar los rastros que inicialmente pudieron despistársele a alguien. Y si se saltó sobre el borde de la legalidad, cosa que no sé si realmente ha ocurrido, o los que la cruzaron son muy buenos en sortear los controles legales, o la policía, la fiscal y la juez que han llevado el caso no han sido capaces de obtener pruebas concluyentes. Y sin pruebas no puede haber condenado, pues de otra forma todos seríamos culpables de todo mientras no demostrásemos lo contrario. Es decir, naceríamos condenados como lo hacen todos los hombres y las mujeres, según la Iglesia católica, porque un aciago y bíblico día Adán y Eva se comieron una manzana en el paraíso terrenal. Y no es eso.

Lo que sí parece conveniente, visto lo visto, es que la fiscal Farnés y la jueza Bellini vayan pensando en dedicarse a otra cosa. Dicho sea con todo respeto, claro, porque como la cojan conmigo como la han cogido con José Rodríguez, me aguarda un largo y arduo periplo de juzgado en juzgado.