A COMIENZOS de los años ochenta comencé a recorrer Europa cada verano. Al principio sólo España, Portugal y, como mucho, el sur de Francia. La economía, pese a ir de camping, no daba para más. A medida que avanzaba la década aumentó mi atrevimiento y el número de países incorporado al periplo estival. Desembarcaba con coche y todo en Cádiz, como muchos tinerfeños, y a correr mientras tuviese tiempo y dinero. Luego lo dejé. Había otros países, incluso otros continentes, aunque nunca perdí la costumbre de viajar por carretera allí donde fuese.

Hace cuatro años retorné el Viejo Continente con la única particularidad de que en vez de ir en barco hasta Cádiz volaba cómodamente a Madrid, y alquilaba un coche. Este verano, empero, he vuelto al viejo estilo. Barco no hasta Cádiz pero sí hasta Huelva y moto en vez de coche. Mucha gente en Tenerife me había hablado de sus "cabalgadas" en dos ruedas por Europa. Algunos han llegado hasta el Cabo Norte en viaje de ida y vuelta. "Ir en coche es como si estuvieras viendo una película a través del parabrisas, pero si vas en moto estás dentro del escenario", dice uno de los moteros de casta cuando me cuenta sus hazañas. La suficiente dosis de envidia sana para que al final haya decidido probar por mí mismo lo que se siente al recorrer miles de kilómetros -7.125 kilómetros, para ser exactos- día tras día encima de una moto. ¿Y qué se siente? Principalmente, incomodidad. Todo lo que la tecnología del confort ha ido convirtiendo en ventajas cuando se viaja en coche, continúan siendo desventajas en una moto. El calor, el frío, la lluvia, el viento o el sol inclemente se padecen con el mayor de los rigores cuando nos alcanzan no ya sin el amparo del aire acondicionado, sino también sin un mal techo que nos cubra. Por si fuera poco, siempre está la posibilidad de un accidente. Contrariamente a lo que suele pensarse, no es frecuente que un motorista sufra un percance. Y si lo sufre, sólo una de cada cuatro veces es él quien tiene la culpa; el 75 por ciento de los accidentes en los que se ve implicado un vehículo de dos ruedas son provocados por conductores que van en coches, guaguas o camiones. No son frecuentes los accidentes de motos, como digo, pero en caso de producirse las consecuencias suelen ser catastróficas, pues el riesgo de perder la vida para el motero no es el doble, ni el cuádruple ni siquiera diez veces más que en el caso de ir en coche, sino diecisiete veces más. Realmente para pensárselo.

Por si fuera poco, este año hemos padecido la peor climatología que recuerdo. Jamás -ni en coche, ni en bicicleta, ni a pie ni de ninguna forma- he soportado tantos calores en esas carreteras ibéricas. Nada menos que 44 grados al sol el viernes mientras me acercaba a Sevilla. Ya he perdido la cuenta, por otra parte, de las veces que he atravesado Francia en coche, aunque sé que puedo contar con los dedos de una mano los días de lluvia que he tenido en verano. Salvo esta vez, en la que nos ha llovido encima todos y cada uno de los días sin excepción. En Inglaterra, menos mal, tuvimos mejor suerte. Ha sido como si todo se hubiese conjurado contra nosotros para escarmentarnos; para arrancarnos de cuajo la idea de volver a repetir la experiencia. Y sin embargo, qué experiencia. Jamás había disfrutado tanto de un viaje como lo he hecho de este, y puedo presumir, el lector sabrá disculparme la inmodestia, de haber viajado bastante.

"Navegar es necesario; vivir no es necesario". Eso decían los antiguos exploradores. ¿Continúa siendo más importante en nuestros días viajar que vivir? Acaso para algunos sí. Los ingleses adinerados del siglo XIX viajaban durante dos o tres años por el mundo antes de volver a su país y quedarse en el mismo lugar el resto de sus vidas como aburguesados padres de familia. Y las jovencitas gringas que leían novelas románticas por la misma época soñaban, porque soñar siempre ha sido gratis, con ser unas de las protagonistas de esas historias que viajaban varios años por Europa tras heredar una gran fortuna. En cualquier caso, viajeros; nunca turistas. Viajeros según la definición que aporta Paul Bowles en su conocida novela "El cielo protector", magistralmente llevada al cine por Bernardo Bertolucci. Un turista es un idiota que en cuanto llega al lugar de sus vacaciones ya está pensando en volver; un viajero, en cambio, nunca sabe con certeza si regresará a su casa.

Afortunadamente, hoy para viajar no hace falta ser un inglés aristocrático ni una norteamericana inquieta que recibe imprevistamente un cuantioso capital. Puede hacerlo cualquiera a poco que se lo proponga porque en nuestro tiempo los desplazamientos son más fáciles y económicos que antes. Incluso pueden viajar los jóvenes estudiantes durante su formación gracias a los programas de intercambio universitario. Razón de más para moverse por el mundo. No como esos aventureros decimonónicos que desconocían cuando volverían a su casa, si es que alguna vez lo hacían -eso sigue estando fuera de las posibilidades de muchos de nosotros-, pero tampoco como simples turistas bobalicones. Viajar en coche, en moto, en guagua, en barco o en avión, pero viajar. Ver mundo y preguntarnos, por ejemplo, por qué nueve de cada diez ingleses o franceses con los que nos cruzamos en el vestíbulo de un hotel nos dan los buenos días sin conocerlos de nada, y por qué nueve de cada diez españoles responden con un gruñido -o ni siquiera responden- cuando parte de otros la iniciativa de saludarlos, porque de ellos nunca va a partir. Viajar, en definitiva, para que nadie nos venda las motos sin ruedas -verbigracia, la del nacionalismo vernáculo- que les endosan a quienes nunca han ido más allá del rompeolas de Las Teresitas; o del paseo de la playa de las Canteras, que para el caso es lo mismo.