HAY FECHAS que no deberíamos rememorar ni siquiera para que su recuerdo evite repetir una barbarie. Son fechas de vergüenza colectiva no solo para quienes participaron directamente en la vorágine de odio y violencia que comenzó en este país tal día como hoy hace 75 años, sino también para sus hijos y para sus nietos por una mera cuestión de proximidad generacional. Una responsabilidad que se extiende horizontalmente a todos los contemporáneos con el conflicto: los que acudieron a los frentes y los que permanecieron en la retaguardia, donde los crímenes fueron tan numerosos, o más, que en las batallas, y sin duda más infames. Salvo las víctimas inocentes cuyo único delito había sido llevarse mal con un vecino, o ni siquiera eso, todos fueron responsables y culpables de lo que estaba ocurriendo y de sus prolegómenos.

Oficialmente la Guerra Civil española comenzó el 18 de julio de 1936. Ese era el día previsto para el golpe militar. Un chivatazo sobre los preparativos en Melilla adelantó los acontecimientos. Por eso los primeros disparos de la contienda sonaron en esa ciudad poco después de las dos de la tarde del viernes 17 de julio. Sin embargo, ¿fueron realmente aquellos los primeros compases de la lucha fratricida? Por supuesto que no.

La izquierda española sigue refiriéndose al criminal proceder de unos militares que traicionaron la obediencia debida y se levantaron en armas contra un Estado legalmente constituido. No les falta razón, si bien lo de legalmente constituido hay que matizarlo. La Segunda República no fue la consecuencia de un plebiscito sobre la continuidad, o no, de la Monarquía. Ni siquiera se trataba de elecciones generales, conviene recordarlo, sino de unos comicios municipales cuya primera fase tuvo lugar el 5 de abril de 1931. Los monárquicos obtuvieron 14.018 concejales y los republicanos 1.832. En la segunda fase, celebrada el 12 de abril, los republicanos consiguieron 5.775 concejales y los monárquicos 22.150. Un triunfo abrumador, desde luego, pero no para aquellos que deseaban la caída del rey. Pese a estos guarismos, y acaso porque algunas cosas solo pueden suceder en un país que ya entonces era pintoresco -o directamente de opereta-, el 14 de abril se proclamó la República. Y en buena hora, desde mi punto de vista, porque a esas alturas sobraban los privilegios de un clero decimonónico e ignorante, así como los de una aristocracia gandula -y más ignorante todavía- que se mantenía a costa de tratar a los campesinos peor que a bestias de carga. Eso por no hablar de una educación asimismo en manos no ya de la Iglesia, respetable como institución, sino en las de un curanganado que castraba más que educaba. Frente a un atraso generalizado, el nuevo régimen permitía atisbar esperanzadores horizontes que gustaban por igual a izquierdistas y derechistas. Por fin España iba a salir de un subdesarrollo espantoso y hasta criminal.

Cuatro años después esas expectativas se habían evaporado. Mientras los políticos discutían de forma virulenta sin alcanzar jamás un mínimo acuerdo sobre algo, mientras los sindicatos desfilaban con banderas de la Unión Soviética, hoces, martillos y gigantescas fotos de Lenin y Stalin, mientras en las calles de la capital los asesinatos perpetrados por uno y otro bando se habían convertido en un asunto cotidiano, mientras, en definitiva, el país se desbarataba con gobiernos a los que nadie obedecía, bastaba dar una vuelta por los suburbios madrileños, a solo dos kilómetros de la Puerta del Sol, para ver a niños como los que hoy nos muestra la televisión en las más pobres naciones africanas: semidesnudos, con las barrigas hinchadas por el hambre y las comisuras de los labios llenas de moscas. Niños junto a hombres con pantalones raídos atados con cuerdas y mujeres desgreñadas, tan desdentadas como sus maridos, despiojándose las unas a las otras. Eso en los alrededores de la capital. En los latifundios andaluces y extremeños, casi siempre los más atrasados, los amos de la tierra dejaban que las cosechas se pudrieran sin recolectar para no pagar los salarios mínimos fijados por las autoridades para paliar el hambre y la explotación. Como complemento del desolador panorama, el anarquismo catalán había conseguido que se prohibiese utilizar cosechadoras para que fuese necesario contratar a más peones. El resultado fue una caída de la producción agraria y más hambre.

Esto en lo económico y en lo social. En lo político, Francisco Largo Caballero, sindicalista de UGT y reconocido miembro del PSOE, proclamaba sin pudor, poco antes de las elecciones de febrero de 1936, que un triunfo de la derecha les obligaría a ir a la guerra civil. Ya el 20 de enero de ese año había dicho en Linares que "la democracia es incompatible con el socialismo". Poco después, el 10 de febrero, manifestó durante un mitin celebrado en Madrid que "la transformación total del país no se puede hacer echando papeletas en las urnas". Una gran muestra de los cien años de honradez, sobre todo democrática, del PSOE. Todo ello sin necesidad de recordar a los miles de socialistas que tuvo que encarcelar el Gobierno de la República por propiciar la sangrienta revolución de 1934. En definitiva, no fueron Mola, Franco y otros los primeros en levantarse contra un poder legítimamente constituido. La diferencia estriba en que los militares de África tuvieron éxito en 1936 pero los socialistas fracasaron, salvo en Asturias, en 1934.

El resto es la historia de un sinsentido que todavía nos perseguirá durante otros 75 años si se cumple esa máxima, generalmente aceptada, de que las guerras civiles se prolongan durante un siglo y medio: el tiempo de vida de tres generaciones; la de aquellos que participaron directamente, la de sus hijos y la de sus nietos, como señalaba al principio de este artículo. De todos nosotros depende dejarlo ya y saltarnos esas siete décadas y media que nos quedan de reproches mutuos teñidos con odios ancestrales o, por el contrario, seguir excavando en el pasado para que nunca cicatricen las heridas.

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