"¿QUÉ TAL VA LA COSA?" es una expresión -una pregunta, si he de ser gramaticalmente preciso- devaluada por el uso pero también portadora de múltiples significados, habida cuenta de que por "la cosa" se puede entender, redundando a propósito, cualquier cosa. Podemos estar inquiriendo de nuestro interlocutor cómo le va en su trabajo -o en su negocio-, la deseable armonía de sus relaciones personales -incluidas las familiares-, su estado de salud, la situación de su economía personal y hasta su estado de ánimo. Dando un paso al límite de la vulgaridad -o directamente de la ordinariez- la cosa puede ser también esa cosa que actúa la mayoría de las veces en contra de la voluntad de su propietario, ya sea en un sentido u otro. Un matiz este último absolutamente fuera de mi intención cuando hace un par de días le formulé la susodicha pregunta a un agente de seguros. Había acudido a su oficina para recoger unos papeles y me sorprendió, si bien egoístamente lo agradecí, que no necesitase hacer cola como en otras ocasiones para que me atendiese.

"¿Qué tal va la cosa?", le pregunté por inercia y sin preguntarme a mí mismo por qué estaba vacía aquella oficina en otro tiempo -un tiempo no demasiado pretérito- tan llena de clientes, tan ajetreada, tan bulliciosa por los pitidos insistentes -y apremiantes- de los teléfonos que no paraban de sonar. "Míralo tú mismo", me respondió con una sonrisa franca. Miré de nuevo lo que ya había visto: las mesas vacías, el espacio sin presencias humanas, los teléfonos que ya no urgían ninguna respuesta. Luego regresé a la expresión del agente que seguía sonriendo no con una mueca irónica o con el gesto resignado del condenado a la máxima pena mientras sube al cadalso y prefiere reírse de lo efímera que acaso ha sido su vida, en vez de permitir que un rictus de terror ante el final tan inminente como cierto le desencaje el rostro. Una sonrisa, en definitiva, que valía no sé si más de mil palabras, pero sí las suficientes para decir con una claridad no siempre lograda con los vocablos al uso que todo esto es transitorio; que ya vendrán tiempos mejores.

Estoy convencido de que así será porque la esperanza es lo último que se pierde y yo no la he perdido. Prefiero recordar que el cielo se hace más oscuro justo antes de amanecer, si bien tampoco olvido que quizá todavía falta bastante para el orto. Lo que me cansa, o me fastidia, son las continuas tergiversaciones de la realidad; y digo tergiversaciones por emplear un eufemismo.

Afirma Paulino Rivero que lo peor de la crisis ha pasado ya. Es misión de los políticos sembrar sosiego en vez de generar angustias. Si las manifestaciones del renovado presidente van por ahí, nada que objetar. Pero la realidad no es esa. El día más corto del año en nuestras latitudes es el 21 de diciembre, aunque no suele ser el día más gélido. La atmósfera continúa enfriándose en las semanas sucesivas aunque los días sean cada vez más largos porque la merma de la radiación solar en los meses anteriores ha sido tan acusada, que hace falta tiempo para que el calor se recupere a niveles aceptables. Aunque la crisis haya tocado fondo, si es que lo ha hecho, nos queda un largo invierno en el que de poco abrigo nos servirá este insustancial Gobierno autonómico que acaba de nombrar el presidente Rivero.