DE VEZ en cuando recibo alguna nota de un lector en la que me dice cómo y sobre qué debo escribir. Mensajes que a veces no son una mera recomendación sino una contundente exigencia. Críticas, por ejemplo, a que escriba Las Palmas y no Las Palmas de Gran Canaria; o a que me refiera a Gran Canaria simplemente como Las Palmas (así lo oía decir de pequeño y loro viejo ya no aprende idiomas); o que a veces, por un mero asunto de no reiterarme, escriba Vascongadas en lugar de País Vasco o Euskadi. Posiblemente quienes me critican por eso han estado menos tiempo en el País Vasco que yo y no conocen tanto esa tierra y a sus habitantes como yo, pero, ¿qué le vamos a hacer? A los lectores uno les consiente muchas cosas -casi todas- porque a fin de cuenta se escribe para ellos. Cierto que existe una gratificación personal en el mero ejercicio de escribir por escribir; un bálsamo incluso superior al de la lectura, que ya es decir. Pero si además de esa satisfacción íntima de juntar letras para formar palabras, palabras para componer frases y frases hasta llenar un folio contamos con la gratitud añadida de ser leídos, mejor que mejor; y quien asevere lo contrario, miente.

A los lectores sí, pero a Carlos Sosa no. Fundamentalmente porque no es un lector deseado. No porque su ideario no coincida con el mío, pues respeto muchísimo más, infinitamente más, sus ideas que él las mías, sino porque lo poco alegra -si es que alguna vez alegró- pero lo mucho cansa. Día sí, día no, intenta denigrar el señor Sosa al editor de este periódico. No criticando la línea editorial de EL DÍA, lo cuál es lícito -hasta ahí podíamos llegar si se le negase a alguien tal libertad-, sino tratando de ridiculizar a José Rodríguez con un diminutivo familiar no expresado afectuosamente, ni mucho menos, sino en plan de burla atroz. Empleo el adjetivo atroz adrede por el menosprecio continuo contra una persona con edad suficiente para ser no ya el padre de Sosa sino su abuelo, con la circunstancia añadida de que ya era periodista cuando este personaje digital ni siquiera era un proyecto de espermatozoide en los testículos de su progenitor. Motivo suficiente para tener algunas inhibiciones, pero no.

No, a la vista está, porque persiste Sosa -¿tienen algo de especial los seminarios que le retuercen tanto la mente a algunos de los que han pasado por ellos?- en denigrar, más bien en intentarlo, a todos los que no le caen bien a él o a sus poderdantes. Mecenas mezquinos a los que les pasa el caldero como hacían los sablistas castizos del Madrid del XIX y aun de la primera mitad del XX. Y eso es todo; un todo que le permite a Sosa reiterar impunemente ora que soy un estómago agradecido, ora que ejerzo de amanuense de Rodríguez Ramírez. Como si el director de EL DÍA tuviera escasez de ideas. No hombre, no; José Rodríguez también era periodista antes de que yo naciera. Algo, en cualquier caso -mi escribanía al dictado o cualquier otra monserga- que le he desmentido hasta la saciedad con un baldío resultado. En el fondo, lo comprendo y hasta lo disculpo. Debe ser muy duro verse obligado a asumir de la noche a la mañana el papel vasallo servicial a cambio de una etérea prebenda que todavía no tiene asegurada. Las putas que he conocido vendían más caro el género y, además, cobraban por adelantado.