NADA nuevo afirmo al apuntar que casi siempre la realidad supera a la ficción, aunque también es cierto que a menudo la ficción es la mejor forma de describir la realidad. Por eso acertó plenamente Fidel Castro cuando dijo que hasta una novela puede proporcionar ideas muy provechosas para la vida real; para esa realidad a la que debemos descender si queremos resolver problemas imposibles de abordar -no ya de solucionar- mientras permanecemos en la estratosfera de las ideologías. Hablaba Fidel en aquella entrevista, que le hacía una periodista atractiva y joven, de novelas, de economía mundial -como si él supiese algo incluso de economía doméstica- y de su propia revolución, cómo no; de una revolución que al principio quería ser verde y luego se trastocó en marxista por deseo del Che y para incordiar a los gringos. Hablaba y hablaba Castro en un programa de Cubavisión -¿o era en Telerebelde?- respondiendo con generosidad de palabras a las preguntas de la periodista cubana y guapa; una señora -o señorita- de quien las malas lenguas decían que era su amante. Aseveración que me resistía a admitir no por inverosímil, más bien todo lo contrario, sino porque había algo en aquella mujer -todavía casi una chica- que la desencajaba por completo del papel de barragana, aunque fuese en la alcoba de un dictador carismático. Extremo, me apresto a subrayarlo, que poco o nada me concernía.

La idea que me quedó de aquella entrevista -al principio un mero entretenimiento, a falta de algo mejor, durante una noche a solas en una casa del Vedado- fue esa aludida virtud de las historias ficticias para hacernos comprender lo que a menudo es incapaz de explicarnos una disertación rigurosamente académica. Fuera de aquella casa, y a no mucha distancia, en el otro extremo de la calle 23, intuía el Malecón repleto de sensaciones tan delirantes y abrasadoras como el aire denso y húmedo, y además caluroso, de un septiembre que tocaba su fin. Una noche de intimidad, aunque fuese una intimidad catódica y distante, con Fidel, con la periodista embriagadora de la que nunca supe más y con la validez de la narrativa no sólo como producto de lo que imaginamos, sino también como fuente de lo que podemos imaginar. La ficción de las novelas y también del celuloide; por qué no. De una película, por ejemplo, como "Casino". Una cinta de Scorsese al final de la cual el protagonista, magistralmente representado por Robert de Niro, reflexiona sobre los nuevos tiempos en Las Vegas. Tiempos en los que los hoteles y los casinos ya no los regentan buitres, o directamente gángsteres, que jamás perdían la oportunidad de limpiar a cualquier tipo forrado que apareciera por los alrededores. Y si el fulano ganaba, lo cual no era probable aunque tampoco imposible, se le adelantaban en el aeropuerto y sobornaban al piloto del jet privado para que fingiera una avería imposible de reparar hasta el día siguiente. En el ínterin, el millonetis volvía a la ruleta y perdía el kilo de dólares ganado, amén de dos o tres más. Tiempos pretéritos porque ahora, como lamentaba De Niro transformado en Sam Rothstein, los hoteles y casinos estaban a cargo de jóvenes pulcramente formados en las mejores universidades. Jóvenes indudablemente bien preparados -tal vez los mejores preparados- que cuando llegaba un fulano opulento dispuesto a gastarse en una noche el sueldo que cobrarían ellos en veinte años, no le ponían la alfombra roja y lo subían en brazos a la mejor suite sino le pedían el número de la Seguridad Social para registrarlo como cliente. Una pifia de bisoños autosuficientes que no le impide a los casinos de Nevada seguir ganando porque los casinos nunca pierden. Salvo los de Tenerife, naturalmente, acaso porque aquí los administra el Cabildo. A veces pienso que si este Cabildo melchiorizado -de Melchior nada más; que nadie deduzca lo que yo no he escrito- decidiese incrementar su oferta de servicios sociales con una casa de lenocinio, esta Isla tendría el único burdel deficitario del planeta. Un experimento -qué lástima- difícil de materializar porque Melchior, sin llegar a la categoría de beato, posee cierto aire de puritanismo crónico o irredento.

En fin; casi un par de semanas después de conocerse el dictamen técnico para adjudicar las frecuencias de FM empiezo a intuir lo que ha ocurrido. Me dicen que dice Paulino que lo han engañado como a un chino, aunque yo no conozco a nadie capaz de engañar a un chino. Me dicen también que cuando supo el estropicio que le había hecho su equipo para el asunto, el presidente los reunió a todos y les preguntó, lívido y demacrado como no se había sentido desde hacía mucho tiempo, si estaban en sus cabales, pues sólo alguien rematadamente loco -o infinitamente bien preparado como los pimpollos de la película de Scorsese- podía dejar fuera de la concesión a empresas como EL DÍA, Radio Isla, la Ser (salvo dos emisoras terciarias o cuaternarias), Onda Cero, Gente Radio, etcétera, etcétera, etcétera. No sé qué le respondieron los "preparadísimos" ni qué piensa hacer el propio Rivero; eso no me lo han contado todavía. Aunque veo difícil la reconducción del proceso, también se llegó a la Luna cuando fue menester.

Sea como fuese y ocurra lo que ocurra, parece que la existencia cotidiana también requiere habilidades, englobadas genéricamente en eso que hasta hace poco se llamaba "tener mano izquierda", que sólo se aprenden en la universidad de la vida; de una vida en la que algunos han tenido que pelear mucho para lograr lo que tienen. Algo que no se aprende cogiendo apuntes en un aula, por muy diligentemente que uno llene cuaderno tras cuaderno sin perder una palabra de lo que dice el catedrático. A lo peor por eso la juventud mejor preparada es también la más desempleada.

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