PODRÍAMOS estar en los albores de un mayo francés, cuando en las calles de Nanterre, en su Universidad y en el departamento de sociología de Alain Touraine, se fraguaba el descontento social que se prolongó hacia los adoquines de sus calles levantados y dirigidos hacia la Gendarmería por la ira de estudiantes, obreros e intelectuales en el intento de propiciar un nuevo modelo de sociedad que dejara atrás la violencia, y que se impulsara desde las mismísimas aceras otra ética, una nueva responsabilidad y, sobre todo, una actitud diferente en los gobernantes y que se dejara al pensamiento que fluyera sin atosigamientos y encorsetamientos. El mayo del 68 francés comenzó al término de una década de prosperidad económica sin precedentes y que, después de una época de opulencia (como ahora), los estudiantes y profesionales se encontraban sin futuro, los desempleados se contaban por millones, el endeudamiento se generalizaba en las familias, las fábricas se cerraban y las empresas medianas y pequeñas se morían de asco envueltas en sus insolvencias. Aquella situación condujo a una huelga general, la más numerosa de la Europa Occidental, con más de nueve millones de huelguistas. El general De Gaulle hizo tímidas reformas, prometió otras, pero ante la avalancha de la protesta que no podía contener terminó en el tiempo con el abandono de la presidencia de la República.

Parecía que se había hecho una revolución desde el pacifismo, dando la sensación de que desde ahí, desde las esencias revolucionarias, el mundo acabaría siendo diferente, que los menesterosos, los desahuciados, los parados, los estudiantes sin futuro tenían el cogollo de la historia cogido con sus manos y que al fin iban a ser protagonistas de sí mismos y obligarían a los gobiernos a cambiar sus componendas y afinar los mecanismos para que se obtuviera una democracia avanzada y más participativa. ¿Valió de algo? Supongo que sí. Pero su vida fue corta. Los poderosos se ocultaron, rearmándose, y a los pocos años volvieron a la carga con sus mañas más afinadas y certeras. Y ahora estamos en las mismas, o peor. Mucha gente está desencantada, asqueada de politiquerías, la juventud sin horizontes, sin trabajo y los que lo tienen sometidos a sindicatos que no les defienden, colaboracionistas de los gobiernos para así frenar exigencias, las mínimas que se debe tener como seres que venden su fuerza de trabajo; y enfrente un maniobrerismo que no cesa, que junto a los gobernantes pusilánimes han sido los causantes de una situación como la actual. Unos se echan la culpa a otros, pero en definitiva se está en lo mismo: en la construcción antisocial de la realidad. Bien está la democracia para que su ámbito se implante y se distribuya entre todos y sin olvidarse de los desfavorecidos, pero estos no cuentan, aunque se les pide y pedirá el voto para sostener lo impresentable, para que todo vaya metido en la marea de la confusión ante el desespero producido por los quietistas en la política que raya ya en el ridículo.

La gente en la calle se indigna, y con razón. Están cansados de discursos insulsos, sin sentido, antisociales, de palabras huecas, de soflamas encandilantes, de manoteos en el aire, de entrevistas apañadas y pagadas, de propagandas interesadas para que los magnates de las finanzas vean que el poder político no los abandona; está con ellos a muerte y les transmiten que no se preocupen, que ellos tendrán controlados de una manera u otra a los que, dormidos, seguirán el rumbo hacia ninguna parte. Y ante esto aparece la rebeldía, que no estaba en el programa de nadie, y la calle se indigna; rebeldía que no debe ser roja ni azul, sino policromada, y las aceras y las plazas que se llenen de debates, marcando diferencias y decir en un grito casi desgarrador que los que son son muchos, que no han contado con ellos, a los que se les debe un respeto y que ya no valen pretextos ni palabras camufladas. La calle indignada está dando la talla. Esperemos que las respuestas a quienes les conciernen las den también.