1.- Antañazo, cuando el Puerto de la Cruz era una ciudad serena y despistada, el tiempo y la rutina pasaban muy despacito. Don Luis Gálvez impartía sus clases en el colegio de Segunda Enseñanza; nosotros éramos párvulos de La Pureza o estudiantes del ingreso del bachiller en los Agustinos; habíamos dejado ya el colegio de Isabelita, en la calle Esquivel, esquina con la de Iriarte. Don Roger, en su casa, enseñaba a gritos, con la regla en la mano. Era la única forma de domar a aquella tropa. Un viejo cuaderno de escritura apareció hace poco en mi casa; y las notas, escritas a mano por la maestra. Cuando me esfuerzo, recuerdo aquel tiempo en el que los chicos corrían detrás de don Pancho de Asís, contando los pedos que el viejo mancebo se tiraba desde la calle Esquivel, donde estaba situada la farmacia en la que trabajaba, al Casino de los Caballeros, en la calle Iriarte, esquina con la de Blanco. Había apuestas con boliches: una vidriola para el que acertara con la pedorreta. Las vidriolas venían de Venezuela y valían entre tres y cinco boliches. Había una mayor, el doble de las normales, que era como una reserva: no servía para el piche, pero sí funcionaba como una caja de ahorros de quince boliches, por lo menos.

2.- Nos sacudíamos golpes en la plaza de la Iglesia. Los mayores nos echaban a pelear para su regocijo y los más pequeños picábamos. Hay un puntito de crueldad en la infancia. Yo luchaba con un animal llamado Vicente, un patán sin nada en la cabeza, que siempre me ganaba. Llegaba a casa con sangre en la nariz, que mi madre me limpiaba con mucho cuidado. Yo me he peleado poco, siempre he sido prudente. La siguiente vez ya fue en la Universidad, con alguien que me levantó la novia. Ella ganó: ha sido más feliz con él de lo que hubiera sido conmigo.

3.- Una película de nuestra juventud que acabo de ver, de nuevo, me devuelve a aquel Puerto de balcones llenos de flores encendidas y de patios con buganvillas, tan bien perpetuados por don Francisco Bonnín. Doña Luisa Miranda lo esperaba en su casa de la calle Valois, con la comida hecha y un perro antipático que mordía a las visitas. Don Francisco, que había sido militar, inspiraba mucha ternura. Nadie como él retrató a mi pueblo, semiescondido en las plácidas aristas de sus edificios del XVII y el XVIII. Yo me colocaba detrás de su sillita, ante el caballete, y él notaba mi presencia. No decía nada. Sólo pintaba vallas derruidas, pozos inservibles, cielos muy azules, escaleras viejas y flores reventonas. Con una asombrosa exactitud.