"ÁNGEL de la Guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día…". Así rezábamos los niños de antes, juntando las manos, apretando los ojos, marcando las sílabas, calentitos en nuestros pijamas de franela, seguros al abrigo de las sábanas y esperando los interminables besos de buenas noches. Perdón, me olvidaba de que en este país ya no está bien visto rezar, que esto del Ángel de la Guarda puede sonar demasiado religioso y que lo de tener allá arriba a alguien que nos proteja no está de moda. A los seres humanos nos basta con el paraguas de la soberbia para protegernos de nuestra vulnerabilidad y nos cuesta reconocer que siempre estamos necesitados, bueno, nos cuesta hasta que repican, ufff!!!, perdón de nuevo, las campanas del hambre y del infortunio. Entonces sí que buscamos un credo, bien para culparle de nuestros males, bien para pedir su amparo, pues por naturaleza nos movemos siempre entre dos aguas, dejándonos la mayoría de las veces arrastrar por la corriente de la inercia, olvidando que el hombre está para ayudar y ser ayudado. En alguna parte del mundo existe una persona que nos necesita, a la que podemos serle de utilidad, algo así como un ángel de la guarda.

Y sin ir tan lejos, a la vuelta de una esquina, en un paso de peatones cualquiera, siempre habrá una persona mayor esperando a que el muñeco intermitente se ponga verde, dando una tregua al avance de los coches, y poder así cruzar la calle a su paso, manteniendo la calma, pues sabe que no le dará tiempo de llegar al otro lado, sin que se adivine su miedo a que la impaciencia urbana le arrolle. Se siente solo, acechado por la rapacidad de otros seres humanos a los que lo único que les importa es seguir su rumbo, sin reparar a que en poco tiempo, igual ellos serán ese señor mayor que con pasos cortos, titubeantes y sin nadie que le ayude intenta apurar su andar para poder llegar antes al otro lado. En sus ojos la mirada de súplica, pidiendo auxilio, pero los demás cruzamos a su lado con total indiferencia, ciegos por las prisas, sin detenernos a ofrecerle nuestro brazo como punto de apoyo, sin desempeñar ese papel de ángel de la guarda que, aunque suene a rezo -que le pongan otro nombre si este no les gusta-, describe ese rol de sujeto responsable y solidario que debemos asumir con el resto de nuestros congéneres.

Nos olvidamos de nuestra fragilidad cuando todo nos va bien, pero ahora que las cosas pintan mal estamos descubriendo que siempre necesitamos de los demás, que nuestros pasos precisan frecuentemente de una mano que nos sujete para cruzar al otro lado. Quizá peque de ingenua, de idealista, de obvia, pero tal vez baste con levantar los ojos de nuestra propia existencia para descubrir en el otro una mirada de desamparo, con buscar unas razones para sonreír a los que se cruzan en nuestro camino cotidiano, con dejar entre nuestros pensamientos un lugar para algo más que nuestros propios dilemas, y serán estos pequeños gestos los que nos hagan solidarios con los iguales, más personas sí cabe. Este ejercicio de generosidad ayudará a mejorar la maltrecha convivencia que mantenemos, donde el odio está alcanzando cotas alarmantes y donde la individualidad se ha convertido en una lacra social.

¿Qué quieren qué les diga? Prefiero ser una romántica y seguir creyendo en los valores del ser humano a contribuir con mi comportamiento a incrementar el caudal del cinismo, el egocentrismo y la indiferencia del entorno que compartimos. Lo dicho, lo llaman como quieran, pero a mí me satisface saber que puedo ser un ángel de la guarda para cualquiera.