MUY PRONTO, o tal vez ya, está ahí, apareciendo con todo su esplendor, llegando al Hoyo del Barrio y subiendo por Betenama, camino de Los Lomos y San Andrés, el magnífico e insospechado manto de amapolas que se pierde en la lejanía de una mirada ávida de nuevas proyecciones.

En mayo, por lo menos el que recuerdo, y ya hace tiempo, fue una de las impresiones gratas que la isla de El Hierro reservaba a aquellos que estando a dos pasos, apenas teníamos noticias de todo lo que escondido había en la isla y como si estuviera reservado para una curiosidad que tardó en llegar.

Es esa o era la paradoja de la isla. Se tenía la sensación de que la isla era aun más pequeña de lo que realmente media. Conocíamos de ella Valverde y no todos sus barrios, El Mocanal, y un poco más; si acaso, Tiñor y San Andrés; y desde arriba, desde la Peña o Jinama, mirábamos y contemplábamos abajo la esplendidez del valle del Golfo, que más que otra cosa parecía un trozo de otra isla o, envuelto cuando las nubes lo ocultaban en una lejanía inalcanzable, como si fuera otra San Borondón.

En aquella época en que todo era alborozo, fuerza juvenil y alegría, poco nos importaban las dimensiones de la isla, la isla era uno mismo, cada uno se consideraba protagonista y hasta dueño de aquel trozo de tierra donde se correteaba y en el que nos hicimos las primeras heridas al caernos sobre los picachos de las piedras puntiagudas.

Pero lo que más nos sorprendió fue el manto de amapolas. Lo ignorábamos y nunca habíamos contemplado tanta amabilidad de la naturaleza, ni tenido en la imaginación que esto pudiera estar en la isla, por eso cuando dejamos atrás la niñez y la vida nos dispuso a otro tipo de aventuras y donde aparecieron nuevas ansias y curiosidades, el manto de amapolas nos impactó, nos embelesó y, sobre todo, hizo nos enamorásemos de la isla a la que empezábamos a conocer.

La isla allí era roja, encarnada, se volvió voluptuosa y uno, que se asomaba a los dinteles de nuevos caminos y deseos, llego a iniciar el conocimiento de que no era pequeña, limitada. Allí en el manto aquel de amapolas creció dentro de nosotros haciéndola infinita y jugando en la inmensidad de nuestra mirada con el bamboleante verdor de las espigas del trigo.

Desde Betenama hasta Los Lomos pasando por San Andrés y metiéndonos en el camino de siempre que nos conducía hacia La Dehesa, que más que otra cosa la soñábamos, la isla se despejó del todo, se nos presentó con su sonrisa más amable y nos incito a verla a comprender que lo desconocido siempre esta pendiente y en la reserva de su presencia.

Aquel día de un lejano mes de mayo iniciábamos una nueva aventura que no acaba, imposible de terminar mientras en la isla esas amapolas sigan estando como referencia de los años y del tiempo aquel que la memoria guarda con entusiasmo y gratitud.