UNA de las características más relevantes de la política del momento es el acuciante personalismo que se instaura en ella. Los que han estudiado este fenómeno entienden el personalismo como una fórmula de política centrada en los dispositivos claves y complejos psicológicos de sus protagonistas, que se anteponen y están muy por encima de los proyectos y objetivos que han dicho van a conseguir o que han planificado a ese fin.

Y en esta tesitura tiene una influencia de gran calado y relevancia el espacio mediático, donde se presentan cual tramoya escenográfica los políticos dispuestos a jugar su carta, que en realidad van camino de suministrar a la opinión pública un discurso más o menos elocuente, el que sea, pero que se entienda, se oiga como retumbo conmovedor, aunque no se comprenda, pero que suene bien, que pueda hasta resultar aceptable. No quiere decir que sea un discurso totalmente positivo; de ahí se desprende también la posibilidad de su negatividad cuando lo que interesa es alimentar la maquinaria de la información facilitando titulares, que es lo que a primera vista se tropieza e impacta en el observador, lector o televidente. Por lo tanto, no es el discurso bien trabado y que pudiera enmarcarse hasta en un complejo de arrebato intelectual; eso es lo de menos; casi no vende. Lo importante es que sea llamativo y rotundo, aunque esté adornado de la vacuidad.

Hay que decir poco, repetirlo mucho y a ser posible no explicar nada. Nunca como ahora ha habido más ruedas de prensa cuya finalidad del convocante es la de artificializar un espacio donde se pueda correr un tupido velo sobre la realidad de las cuestiones que elude y confunde.

Este nuevo tipo de político suele ser un experto en declaraciones y poco más. No habrá, pues, que pedirle peras al olmo y sacar algo de donde no hay, y jamás se acepta por los que desarrollan el personalismo como cualidad política el desconocimiento que tienen de las cosas; por eso, con una farragosidad aliñada se salen por la tangente y se quedan tan campantes. La política apoyada en el personalismo es un espacio ciertamente amplio en el discurso, pero corto en evidencias políticas, yéndose tras las quintaesencias que hablan de la carencia intelectual del personaje que así actúa.

La política vive hoy casi pegada al acontecimiento, y este, que aparece un día con todo su esplendor y rutilancia, al día siguiente será fagocitado por otro, y así sucesivamente. Las cuestiones de la política en esta dinámica de la información a bote pronto y para dar celeridad y originalidad a la noticia hacen que los titulares se empalidezcan con el sol que se marcha tras de sí al atardecer o del ocaso personal.

El personalismo en política ni es bueno ni es malo; es solo una actitud, una forma de actuar ante aquellos a los que hay que transmitir algún tipo de mensaje, muchas veces exigido por los acontecimientos que no se controlan y a los que hay que dar algún tipo de explicación, la que sea. El político las da y puede hacerlo con toda la buena voluntad de que lo que está diciendo rodea a la verdad. Pero la mayoría de las veces es que no. Los hechos circulan por su lado, estando totalmente desconectados de la evidencia, a la que hay que arropar con la demagogia y con todo aquello que no se sabe decir.

El personalismo en política tiene la ventaja de que si se sabe llevar fortalece de momento su liderazgo, que se apoya en una decidida fuerza psíquica que lo avala, pero que paulatinamente termina desgastándose, consumiendo toda su candidez artificial que hace que la organización que lo sustenta y que vive en parte de ese personalismo arrebatador termine engullendo al personaje, porque ya no da más, se ha diluido dentro de sí y la búsqueda de una alternativa se hace necesaria y vital para la supervivencia de la organización. El personalismo en política tiene su tiempo, y no va más allá del descubrimiento de lo falaz y de lo efímero de ese tipo de personalidad que comienza encantando y termina desencantado.