LO PENSÉ al minuto siguiente de conocer la renuncia de Zapatero, lo escribí el domingo y no ha tardado en cumplirse. Tampoco me ha supuesto una sorpresa que haya sido Santiago Carrillo el primero -o cuando menos uno de los primeros- en realizar una defensa apasionada del actual presidente del Gobierno. "Tendrán que pasar algunos años para que veamos la inmensa labor que ha realizado por este país José Luis Rodríguez Zapatero", dijo el lunes ante los micrófonos de una emisora adepta desde siempre al régimen de la progresía usual. A Carrillo siempre lo he valorado, incluso admirado, como político -lástima que hoy sólo se condenen los crímenes de la guerra civil cometidos por un bando, no por el otro, aunque ese es otro asunto-, pero a partir de ahora también lo apreciaré como un destacado clarividente; como alguien capaz de ver lo que en este momento permanece oculto a los ojos de ocho de cada diez españoles, pues el 85 por ciento de los electores, incluso según las encuestas amables con el PSOE, no volvería a votar por el actual presidente.

Admito, empero, que la gente puede estar equivocada mientras Carrillo, y junto a él todos los que han aupado a Zapatero a unos altares en los que no creen ni ellos ni el santificado, están en posesión de la verdad absoluta. Ahora bien, obras son amores y no buenos deseos. ¿Qué ha hecho Zapatero desde que asumió el poder? ¿En qué ha cambiado la sociedad española desde entonces? Esencialmente, en el rencor. Y no me refiero únicamente al odio en los círculos de la política, que también y de qué forma, sino de manera especial a la desafección social entre los habitantes de un país que nunca, para qué negar la realidad, habían estado bien avenidos entre ellos, pero que por lo menos antes no se tiraban al degüello -o directamente a matar- como lo hacen ahora. Un odio visceral contra el otro -y no sólo el otro político, insisto, sino en todos los terrenos; hasta en el judicial- que quedó olvidado al llegar la transición. Ah, pero la transición no le servía a Zapatero y a los suyos para afianzarse en el poder. La transición suponía perdonar, olvidar, mirar hacia delante. Suponía hablar con Santiago Carrillo sobre el futuro sin que nos pesara el pasado de Paracuellos, y con los otros sin tener presente el baño de sangre de Badajoz. Suponía salir de un fratricidio atávico y comportarnos como europeos. No como seres absolutamente civilizados porque los europeos -ahí está su historia, inclusive su historia reciente- nunca han sido la perfección de las excelencias sociales, pero sí cuando menos como personas capaces de vivir con cierta armonía. Lejos de todo eso, en la España de Zapatero hemos vuelto a desenterrar muertos. Y no me refiero a los muertos físicos, a los que supone un acto de justicia encontrarlos y darles digna sepultura, sino a otros muertos que deberían seguir para siempre en tumbas lejanas e ignotas. Muertos con nombres específicos como los ya citados del odio, la revancha y el todo vale para acabar con el contrario.

Si esa es la labor de Zapatero que los españoles, según Carrillo, tardarán varios años en ver, mejor que no la vean nunca. O que no la vean hasta que el señor Carrillo también haya pasado a la historia, porque a él mismo no le conviene refrescar algunos episodios del pasado.