TENGO la sensación de que con el caso -mejor dicho los casos, porque cada vez surgen más- de los niños robados a sus madres al nacer está ocurriendo algo similar que con las denuncias de pederastia y pedofilia: basta con que se produzca la primera -o unas pocas- para que se suceda un aluvión de ellas. Habría que ver cuántos de esos supuestos raptos no fueron adopciones sujetas a la ley. Asunto distinto son las circunstancias; las presiones psicológicas sobre las madres; el agobio de un ambiente inundado de nacional-catolicismo por los cuatro costados, en el que resultaba admisible que un señor de buena familia y mejor estatus social tuviese querida, pero no que una mujer conservase al fruto de sus entrañas si antes no había pasado formalmente por la vicaría.

En esas condiciones -condiciones que se prolongaron cuando este país en teoría ya era una democracia, según la abundante información que he recopilado en los últimos meses-, ¿podía una mujer, casi siempre joven, socialmente desarraigada, con poca educación y escasísimos recursos económicos, decidir con libre albedrío sobre el futuro de un niño al que le apremiaban para que entregase en adopción? Aquí tomo prestada la reflexión de una abogada socialista: "por el camino que vamos, los pobres terminarán pariendo para los ricos". Parece que ese camino lleva mucho tiempo recorriéndolo esta sociedad en la que vivimos.

Estoy hablando, por supuesto, de los casos en los que las madres, de una forma u otra, sabían que estaban separándose de sus niños. ¿Y aquellas a las que se los quitaron con engaños o directamente a la fuerza? Ayer leía el testimonio -uno más- de una madre a la que también le secuestraron para siempre a su hija, acaso hasta sedándola durante varios días -ella misma apunta esa posibilidad- para que no advirtiera lo que estaba sucediendo. Durante las semanas en las que he estado recopilando los datos a los que me refería antes -datos que completaré con algunas entrevistas a afectados previstas para los próximos días-, una y otra vez me viene a la memoria el comentario que me hizo un señor a poco de llegar a Santa Cruz. "Es mi hija pequeña", dijo mientras mostraba, dentro de un cochecito, a una niña que debía tener uno o dos meses. "Hemos adoptado a la hija de una prostituta porque con nosotros tendrá una vida mucho mejor", añadió ufano por su "cristiana" caridad. Uno o dos años después conocía a un individuo, administrativo de una empresa, que había dejado embarazada a la chica con la que salía y la instaba, una y otra vez, a que diese al niño en adopción apenas lo alumbrara. Ella no quería. Lloraba con frecuencia, aunque los malnacidos suelen ser refractarios a las lágrimas. Durante aquellos días, y también en los años sucesivos, me pregunté varias veces si el niño de esa joven también acabaría en una casa acomodada, cuyo cabeza de familia presumiese en privado -y no tan en privado- de haberla rescatado de las manos de una fulana. Algo que jamás llegué a saber porque nunca más supe de aquella chica y de su esperado hijo. Eso sí, me gustaría que empezasen a investigarse no sólo algunos, sino inclusive muchos casos de adopciones, tanto las dudosas como las no tan dudosas.