HACE un par de domingos estuve dando vueltas en bici por un polígono industrial del norte de Tenerife. Me llamó la atención que un coche tuviese el motor en marcha mientras su propietario -un tipo todavía medio púber- charlaba con otro junto al vehículo de este último, también detenido y con el motor igualmente funcionando al ralentí. Con la longitud del recorrido que estaba haciendo, más o menos dos kilómetros y medio, tardaba unos cinco minutos en cruzar dos veces consecutivas por donde estaban ambos. Después de cuatro o cinco pasadas, los dos proseguían su animada y supongo que interesante conversación; lo suficiente amena para que no se acordasen de detener los motores.

Nadie dice nada nuevo al afirmar que el ahorro pasa por la conciencia de cada cual. La conciencia fiscal empieza por el miedo fiscal, sentenció en su día Felipe González. Se refería a que la gente no suele olvidarse de sus deberes con Hacienda porque conoce la contundencia del palo que le espera en caso contrario. Sucede lo mismo con facetas que nos hacen ser buenos ciudadanos. Soy más partidario de la educación; es decir, de la enseñanza. Aunque la educación no está para muchos trotes desde que el Gobierno del gran talante y mejor rollito considera prioritario, por ejemplo, desinhibir a la muchachada para que explore sin rubor sus tendencias homosexuales. Entre otras cosas, claro. Las suficientes cosas para que no quede tiempo de enseñar a vivir mejor con menos. Es decir, a no renunciar a cierta calidad de vida, pero sí a disfrutar de esas comodidades sin tanto despilfarro.

No obstante, como algo hay que hacer, al menos de cara a la galería, el señor Rubalcaba -el Fouché hispano- nos anunció ayer la nueva limitación de velocidad en autopistas y autovías. Ciento diez por hora para ahorrar un 15 por ciento de combustible. Cualquier ingeniero de los de antes -de los que hacían mejores cuentas con una simple regla de cálculo que los de ahora con una calculadora científica- puede corroborar que el consumo se dispara apenas se superan los noventa por hora. La física establece que la resistencia al avance aumenta en proporción al cuadrado de la velocidad. Por eso los gringos, que son tan tontos, la tienen limitada desde siempre a 65 millas por hora en las grandes vías.

En definitiva, a efectos prácticos supone casi lo mismo circular a 110 que a 120. Se ahorra más parando el motor cuando la detención es superior a medio minuto -verbigracia, en un semáforo-, circulando con las ventanillas cerradas, con los neumáticos correctamente inflados o sin dar acelerones bruscos, sobre todo para frenar medio kilómetro después al llegar a la cola. Es decir, tecnológicamente, la medida del Gobierno es una payasada más. Aunque, en cualquier caso, una bufonada políticamente rentable. Así parece que Zapatero, sus ministros y sus ministras están haciendo algo, además de recaudar para el erario. Ya ha dicho Rubalcaba que superar ese límite sólo supondrá una sanción económica, sin pérdida de puntos ni nada. Seamos serios, por favor.