A ESTAS alturas de la vida, y a punto de cumplir setenta y cinco años, considero que los logros alcanzados para el bienestar de las personas, sin lugar a dudas, son verdaderamente extraordinarios. Sin embargo junto a estos avances, la sociedad se ha olvidado de otros valores importantes que no ha sabido mantener o transmitir.

En una Tercera de ABC de días pasados, el historiador y escritor Julio Crespo Mac Lennan da en el clavo con un artículo que titula "La nueva era de la incertidumbre", del que entresaco una frase que justifica mis afirmaciones: "Para que sobreviva el Estado del bienestar tendremos que ser capaces de pagarlo, y para ello va a ser necesario recuperar muchos valores de cuando este no existía, como los del trabajo, el sacrificio, la austeridad, el espíritu emprendedor y la creatividad".

Haciendo memoria laboral, recuerdo, como si fuera ayer, cuando entré a trabajar de botones o chico de los recados, con algo más de doce años, en un organismo oficial. El salario que recibía lo entregaba directamente a mi padre para contribuir al fondo general de la casa, como el resto de mis hermanos, pues el sustento de la familia era lo principal. Comenzaba a las siete de la mañana, y tras una hora para comer a mediodía, la jornada terminaba a las siete de la tarde; pero no regresaba a casa, debía recibir clases nocturnas para completar mi preparación y aprendizaje. Esta era la tónica general a la que nos tuvimos que adaptar todos los chicos de aquella época, pues heredamos una situación muy difícil de años anteriores. Con quince años, el ministro de Comercio, Arburúa, dictó una ley por la cual los que no llevábamos cinco años en servicio, debíamos ser suspendidos de empleo, vamos, un ERE en toda regla. Dado que en casa se necesitaba el dinero y ya estaba bastante acostumbrado al trabajo, me empleé en una tienda de tejidos de esas de "perrillo", y trabajaba de seis de la mañana a nueve de la noche, con la hora para comer. Jamás me quejé, y solo guardo buenos recuerdos de aquella etapa.

Después de analizar sin rencor tantas horas laborales echadas, uno es consciente de que no todo el mundo dedica el mismo tiempo al trabajo, y me quedo pasmado ante la caradura de un grupo de funcionarios de la Ciudad de la Justicia de Valencia, a los que han trancado fichando a su hora, pero entrando más tarde a trabajar. ¡Y eso que la jornada semanal es de treinta y cinco horas! Vaya logros los del bienestar, que favorece a los quejicas. Como todo es comparable, me gustaría que los periodistas hicieran lo mismo aquí, en Tenerife, y que se pueda comprobar cómo algunos organismos, a media mañana, parecen auténticos desiertos. Aunque en ciertos centros oficiales existe bastante control, siempre hay algún listillo que escapa de la vigilancia.

Con todo esto, lo único que quiero decir es que no existe el menor sacrificio. Se gana normal y se rinde escasamente, por lo que así es imposible que un país pueda progresar debidamente. Si seguimos inmersos en un Estado de bienestar ficticio, donde el individuo no quiere perder prebendas, renunciar a nada, y seguir agarrado como un clavo ardiendo al proteccionismo del Estado, jamás será capaz de arrimar el hombro para ayudar. No es el Estado el que lo tiene que dar todo, ni somos merecedores por el simple hecho de haber nacido. Cambiar la sociedad es una tarea colectiva y compleja, y hay que proponérselo. Trabajo, sacrificio, austeridad, espíritu emprendedor y creatividad son los valores indispensables para salir de este atolladero. Felicito a don Julio Crespo por tan atinado artículo.

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