DE MIS RECUERDOS de entonces, que he podido comprobar son compartidos por varios lectores que me aportan siempre algún detalle por mí ignorado u olvidado, hay uno quizás insignificante pero muy revelador de lo que han cambiado las cosas en esta época dinámica, industrial e intensa en que nos ha tocado vivir. Y me refiero a algo tan en crisis como la construcción, y de ella, para asombro de algún que otro eventual joven lector, de los camellos. Son los camellos, o dromedarios o lo que sean, para muchos limitado su conocimiento actual a la cajetilla de cigarrillos. Pero volvamos a los camellos, que han desaparecido de nuestra visión y vida diaria. ¿Hace mucho que no ven ustedes uno? Pues antes, cuando niño, era algo que se veía todos los días, o al menos los veíamos los que vivíamos en el barrio de Salamanca, y no, claro, los que lo hiciesen en la calle del Castillo. Las obras, de casas o civiles en general, se hacían (y se hacen) con arena, casi el único árido disponible en la Isla, y este se llevaba en camello hasta la obra en ejecución. Y luego se volvían, con su andar cansino y oscilante, para una nueva carga y subsiguientes traslado y descarga. Nunca supe de dónde demonios sacaban la arena y siempre pensé que irían a sacarla de la playa, cosa difícil para Santa Cruz, donde las playas no abundan y donde en unos Carnavales al bueno e inolvidable Enrique González, fundador de la Ni Fú-Ni Fá, se le ocurrió aquello de los alacranes. Así que -pero seguramente sin alacranes- una ristra de camellos pasaban todos los días, cada poco, lentamente, en uno u otro sentido por la Rambla y yo los veía pasar desde el balcón de mi casa. Cuando la existencia de la Refinería hizo más asequibles los carburantes antes importados (no hay que olvidar que en la Península hubo de esperarse a que Cepsa convenciese al INI para crear la primera en Cartagena, bajo la dirección de don José Cañellas), los camiones fueron sustituyendo a los camellos hasta su total desaparición. Supongo que si alguien quiere ahora ver un camello tendría que irse poco menos que a un zoológico, aunque he oído que en no sé qué zonas de la ciudad siguen los barrenderos de siempre. Imagino que habría que mantenerlos por encima de todo, como algo muy nuestro.

También relacionado con obras civiles o al menos municipales, guardo otro recuerdo asimismo desaparecido en el tiempo y que no demasiadas personas imagino que llegamos a ver. Me refiero a la limpieza de las calles, hoy regadas y limpiadas por medios mecánicos. Sucedió en un verano, del 36 o del 37. Aparte de estudiar, el deporte, ante la carencia de otros medios de distracción, era casi lo único que podía practicar la juventud. Por esos entonces, y como en su momento me recordaba el querido amigo Pablo Matos, general togado, la existencia de la primera piscina de la isla en el Balneario de Santa Cruz motivó la creación de equipos de natación y la práctica de la misma en la única instalación disponible. Se consiguió formar tres equipos, uno en el mismo Balneario y entrenado por Raimundo, otro en el Club Náutico, entrenado por Acidalio y un tercero en los muelles Rodríguez López, entrenado por "el Canarito". Y yo formaba parte del del Náutico, en la especialidad de braza, braza de pecho, que aún no se había inventado lo de la mariposa. Los entrenamientos se realizaban en verano y en la piscina del Balneario, a la que había que ir muy de mañana a entrenar, pues los entrenadores aquellos tenían que ir luego a trabajar, cada uno en lo suyo. Como todos los que formábamos el equipo, me levantaba sobre las seis de la mañana, me iba andando a esa temprana hora por una solitaria ciudad abajo hasta la parada de la guagua que iniciaba su trayecto desde cerca de la oficina de Ingenieros Militares hasta acabar en San Andrés, y que paraba en el Balneario. Y en ese paseo mañanero pude ver a los barrenderos municipales que limpiaban la Rambla, que ya había dejado de llamarse del XI de Febrero. Según pude ver repetidas veces, el riego previo al barrido para evitar el levantamiento de polvo se hacía con la simple manguera y hasta con regadera, y el barrido con unas larguísimas hojas de palmera que los barrenderos accionaban con gran maestría mientras la basura se iba acumulando en algún rincón para ser recogida. Pasados los años, no volví a ver en mis viajes a la Isla esa operación mañanera. Pero un verano, ya casado y en época de campeonatos de natación que se celebraban en la piscina que lleva el nombre entrañable de Acidalio Lorenzo, que a la mayoría de los lectores nada les dice, se me ocurrió enfermarme de nada grave, pero sí lo suficiente para perderme los Campeonatos.

Nos quedábamos en esa ocasión en casa de mis padres, en la entonces todavía calle General Sanjurjo, y una noche de medio insomnio oía como una especie de "ris, ris" periódico que no sabía a qué atribuir y que venía como de la Rambla. Tanto me inquietaba aquel ruidito suave y continuado que me levanté, me asomé a la ventana, me alongué mirando calle abajo y allá al fondo pude ver cómo un barrendero desplazaba una y otra vez, con habilidad y oficio, su larga hoja de palmera, dejando el suelo y la calzada perfectamente limpios, tal como había visto veinticinco años antes. Aunque me han dicho que esos barrenderos subsisten todavía.

Un problema siempre grave fue el de la leche que los pequeños (y quizás algún que otro abuelo) tomábamos invariablemente en el desayuno y la merienda y los mayores al menos una vez al día al pedir "uno con leche" o "un cortadito". En una ciudad como Santa Cruz, costera y nada agrícola, el problema de encontrar leche fresca para niños y ancianos no debía de ser fácil. Había que traerla, en todo caso. No se había inventado todavía lo de la leche en polvo, ni existían esos botes de leche envasada que son la alimentación habitual de nuestras neveras, artefacto en aquellas calendas aún inexistente. Y se pueden imaginar lo que a un jovencito de provincias le sorprendió nada más llegar a estudiar a Madrid el año 39, encontrarse de pronto, al ir por cualquier acera de la ciudad (que salía de una larga guerra civil), cómo de pronto se abría una ventana de esas terreras y aparecía la cabeza de una vaca que miraba asustada al también sorprendido viandante. Porque al no existir el tinglado actual de las grandes centrales lecheras, el suministro de leche fresca a la capital de la nación se hacía, al menos en parte importante, por el aporte de pequeñas vaquerías locales, que con sus olores, ruidos y trajines lo que hacían era consolidar algo habitual, me imagino que desde siempre. Pero, al menos yo, nunca vi algo similar en Santa Cruz, ni entonces ni después ni ahora, lo que no quiere decir, naturalmente, que no hayan existido. Claro que nosotros teníamos una pléyade de mujeres que, cesta en la cabeza, bajaban de las montañas de alrededor o nos traían la leche en las lecheras del tranvía, con la tradición, no precisamente académica, del lenguaje y las escenas en el Fielato. No me parece que se produjera mucha leche en Santa Cruz, aunque recuerdo con verdadera alegría la ida con mis primos Emilio y Ezequiel Mandillo a la "finca de la costa" de su tío don Vicente Barrios y los vasos de leche recién ordeñada y calentita que nos daban en cuanto llegábamos. Pero ese no debía de ser el caso normal, en que había que esperar a que bajasen la leche desde el interior a Santa Cruz.

Cuando mi padre llegó por primera vez a Santa Cruz allá por el año 14, hace ya un siglo, contaba la sorpresa que le produjo cuando, al llegar del muelle al que creo debía ser el "Café 4 Naciones" y pedir un café con leche, le respondieron que no podían atenderle, porque "aún no ha llegado la lechera". Misterio de lo que hoy llamamos logística. Como lo de la leche en polvo estaba aún en la mente de su descubridor-inventor, había que esperar, efectivamente, a que llegaran las lecheras, las que por mi calle abajo, con sus cestas en la cabeza, sus airosos y cimbreantes cuerpos y su charla imparable, iban dejando aquí y allá, de portal en portal, la ración diaria del líquido elemento. Pero más pintoresco eran los rebaños de cabras que, también calle abajo, iban parándose a la puerta de cada casa solicitante y ordeñando la leche que cada muchacha de servir había solicitado según necesidades del día. Lo que no recuerdo es haberla bebido, supongo que porque antes habría que hervirla y nosotros para entonces debíamos de estar ya en el colegio o jugando en la calle, según la época del año.

Camellos, barrenderos, lecheras. Retazos de otros tiempos, otras costumbres, pero la misma vida inquieta y siempre sorprendente.