HOY, para ser un viajero consumado, basta cierta habilidad a la hora de encontrar la puerta de embarque de un aeropuerto. Nada más. A cambio, eso sí, de saltar de ciudad en ciudad perdiéndose uno el territorio intermedio, habida cuenta que una visión a casi once kilómetros de altura no resulta abundante en cuanto a los detalles. Naturalmente, también se puede viajar a ras de tierra; ni siquiera por autopistas, sino siguiendo carreteras -incluso carreteras comarcales- para apreciar en tres dimensiones lo que aparece detrás de cada curva. ¿Y qué encuentra uno cuando viaja por Europa siguiendo rutas próximas a los caminos vecinales? Muchas cosas, desde luego, pero también cruces. Crucifijos de piedra, y de gran tamaño, desgastados por el paso de los siglos y acaso ligeramente mutilados por la metralla de las más cruentas guerras que se han desatado sobre la piel del planeta, pero todavía enhiestos y desafiantes tanto al paso del tiempo como a la marea de las ideologías. Cada vez que he encontrado uno de esos símbolos culturales, he pensado que si alguien quiere descristianizar a Europa le queda un trabajo muy arduo por delante.

He escrito a propósito símbolo cultural en vez de religioso porque se trata de conceptos distintos por muy relacionados que estén en su raíz. Es indiscutible que la cultura cristiana nació de una religión específica, el cristianismo, pero en la actualidad vivir de acuerdo con una moral sustentada en la doctrina de Cristo no es lo mismo que practicar el cristianismo. Expresado de otra forma, el hecho de que en los caminos europeos abunden las cruces centenarias no significa que el europeo medio sea un ciudadano de misa y comunión dominical. De hecho, hasta cabe cuestionar si la Iglesia vive de acuerdo con las enseñanzas intrínsecas de Cristo; por ejemplo, y sin ir más lejos, en lo relativo a la pobreza. Aunque esa es otra discusión en la que hoy no pretendo adentrarme.

Podemos decir lo mismo del islamismo. No es lo mismo la cultura islámica que la religión mahometana, si bien en los países islámicos la práctica de las creencias religiosas impregna con mucha más fuerza la vida de las personas en todos los estratos sociales. Desde el simple hijo de vecino hasta el mandatario poderoso se rigen por las enseñanzas del Profeta. Naturalmente, con las correspondientes excepciones. Conozco personalmente a un par de mahometanos que no acuden a la mezquita todos los días; ni siquiera los viernes. Uno de ellos, empresario con negocios en Casablanca y Agadir, pasa el mes del Ramadán a caballo entre Madrid y Las Palmas, ciudad esta última en la que también tiene un par de tiendas buenas. El ayuno no va con él. Y no es un caso aislado. Muchas familias de las clases acomodadas magrebíes hacen lo mismo. Sin embargo, la cultura de este empresario, al igual que las de otras personas cuyo estilo de vida se asemeja al suyo, es netamente musulmana. Y no sólo porque cuando está en su casa, tanto en Marruecos como en España, se ponga una cómoda chilaba -nadie imagina lo cómodo que es vestir con chilaba hasta que no usa una-, sino porque sus esquemas de pensamiento difieren bastante de los occidentales. Lo cual -y no lo digo para curarme en salud, sino porque es verdad- no lo cataloga como mala persona o, en el mejor de los casos, como individuo extraño. Al contrario; es uno de los hombres más afables que conozco. Una vez entramos juntos en una tasca cercana a la Plaza Mayor madrileña. Lo conduje a aquel establecimiento sin darme cuenta. "Si quieres vamos a otro sitio", manifesté a la vista de los numerosos jamones que colgaban del techo. "Es igual", respondió con un gesto a medio camino entre la risa y la socarronería. No probó los ibéricos, como cabía esperar, pero no por reparos religiosos sino porque no constituyen su plato favorito. De hecho, me acompañó entusiasmado a la hora de dar cuenta de un buen vino; una botella entera mano a mano entre los dos. O buche a buche, si se prefiere.

Es este amigo, en definitiva, una persona que conoce perfectamente nuestra cultura occidental; alguien que sabe de qué pie cojeamos y que ha aprendido a sentirse a gusto entre nosotros. No milita, empero, en el occidentalismo. Aunque se cuida mucho de expresarlo en público, pues ha aprendido las reglas de lo políticamente correcto, no entiende por qué gastamos tanto tiempo en discutir lo que para él, y para sus compatriotas, es obvio. Verbigracia, un papel social de la mujer diferenciado del que le corresponde al hombre, una escala jerárquica de autoridad -ya sea en la vida pública o en el ámbito privado de la familia o la empresa- que no se cuestiona y una reacción airada y hasta violenta, so pena de ser considerado un cobarde inmundo, cada vez que alguien lo ofende aunque sólo sea verbalmente. Eso es lo que ha visto en su casa desde que era un niño y lo que, a día de hoy, siguen viendo sus hijos. Todo lo contrario a una forma de vida -la europea, la occidental- sustentada en el diálogo frente a la imposición, en la igualdad sin discriminaciones ni siquiera por el sexo y una tolerancia en las relaciones personales que implica no romperle la cara -ni siquiera pegarle un tiro- al primero que nos mira atravesadamente.

¿Pueden ambas culturas convivir sin los guetos y las exclusiones que están proliferando con los musulmanes en la Europa actual? Por formular esta pregunta, y sobre todo por atreverse a responderla, se ha metido en un gran lío un joven psicólogo danés.

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