Recordando fraternalmente a los sacerdotes Pedro Juan García, Onofre Díaz e Hipólito Jorge Dorta, muertos en este hospital de S. Juan de Dios, y al gran amigo Sr. Ripollés, del que recibí tantas atenciones por mantenerme en este

mensaje semanal "Luz en el Camino".

SABER DESCUBRIR el sentido de la vida y de la muerte es lo más digno para el ser humano. El filósofo y poeta libanés K. Gibran dejó escrita en su obra "El profeta" esta maravillosa afirmación y reflexión: "Si de verdad queremos comprender el espíritu de la muerte, abrid de par en par vuestros corazones a la realidad de la vida. Porque la vida y la muerte son una sola cosa, como lo son la playa y el mar".

Comencemos por saber descubrir el secreto de la muerte en el mismo corazón de la vida. La vida nos ayuda a profundizar en el sentido de la muerte. Y también la muerte, meditada serenamente, nos puede descubrir el sentido de la vida. La vida tiene sentido porque precisamente la muerte es la llave que nos permite entrar en el ámbito de la plenitud, que es el Cielo. La muerte, por tanto, es el momento más importante y decisivo de la vida. Aquí, el auténtico humanismo no puede quedar defraudado ante la realidad de la muerte, sino al contrario: cobra una nueva dimensión si afirma su fe en la trascendencia. La muerte no es degradante para el ser humano, sino pacífica y lúcida cuando de verdad se ha construido bien la obra de la vida.

Por otra parte, si creemos sinceramente que la persona es un valor inmortal, tomaremos mucho más en serio los problemas que hoy esta tiene planteados y no aceptaremos como inevitables e insignificantes la miseria y la injusticia que la degradan. Aquí no caben ambigüedades ni relativismos. La fe en la inmortalidad debe dar un nuevo sentido a la vida presente y debe inclinarnos hacia un más profundo respeto por la persona, cuya existencia no termina con la muerte. La muerte, contemplada con serena paz, puede convertirse en un importante factor de sana relativización y de lúcida clarificación. Por relativizar se entiende saber colocar en su justo punto a las personas y las cosas. Efectivamente, ante la muerte las personas y las cosas adquieren su auténtica dimensión y quedan adecuadamente relativizadas.

El odio, la mentira, las intrigas, la calumnia, el egoísmo, el mal, en definitiva, estorban. Chocan frontalmente con la plenitud del bien que es el Cielo.

La salud, el dinero, el éxito, los títulos, el trabajo de cada día, aparecen a las puertas de la muerte como realidades no demasiado importantes. Son medios, no fines en sí mismos. A la luz de la eternidad quedan radicalmente relativizados.

En cambio, la conciencia tranquila, la obra bien hecha, la ayuda a los demás, el amor recibido y ofrecido, permanecen y adquieren un formidable relieve a la hora de dar el paso definitivo hacia la eternidad y encontrarnos cara a cara con el rostro sonriente de Dios-Padre.