AL HILO de lo que en otro artículo escribí desaprobando el interés que algunos manifiestan por conservar vestigios de nuestro pasado que, a mi modo ver, carecen de valor pues el tiempo los ha deteriorado de modo significativo, sí me gustaría hoy llamar la atención sobre algunos -mejor dicho, uno- lugares emblemáticos de nuestro patrimonio: me refiero, concretamente, al viejo Instituto de 2ª Enseñanza sito en la plaza Ireneo González.

Creo que una de las frases más manidas o socorridas por quienes de vez en cuando nos sentamos ante el ordenador para plasmar nuestros recuerdos u opiniones es aquella de "recordar es volver a vivir". Curiosamente, no me importa reconocerlo, tan sólo escribir "plaza Ireneo González" ha bastado para experimentar una añoranza que, exagerando un poco -esto es algo que los que escribimos podemos permitírnoslo- me ha puesto los pelos de punta. A su vera nací, allí viví los primeros veinticuatro años de mi vida, allí casi estudié el antiguo bachillerato y allí conocí a muchos chicos de mi edad cuya amistad iba a modelar mi comportamiento en el futuro.

La plaza de aquel entonces no era como la de ahora. Tenía el busto de don Ireneo en un jardín central, y este estaba flanqueado por otros cuatro que limitaban el rectángulo. Los laureles de indias formaban una espesa copa que apenas permitía el paso de la luz solar hasta los jardines. Entre los chicos del barrio estaban los mayores, los que tenían más de quince años, y los niños, de diez a trece. En la plaza, casi sin circulación rodada, cada uno tenía su sitio, aunque cuando los mayores jugaban -los "Hermanitos", "Clara", "Siminisierra", etc.- los pequeños los admirábamos con envidia, preguntándonos cuándo podríamos emularlos. La plaza comenzaba a estar concurrida a partir de las siete de la tarde, y las reuniones duraban hasta las diez u once de la noche; los sábados incluso hasta más tarde, sin que los padres de los más pequeños se preocuparan demasiado de nosotros pues sabían que los mayores nos cuidaban con esmero.

Como antes he dicho, Ireneo González trae a mi memoria recuerdos que me emocionan. Mas no sólo por lo que supone revivir situaciones y acontecimientos que dejaron profunda huella en mi carácter, sino por el ambiente que en ella se vivía, se palpaba. Cuando me vienen a la mente los nombres de los profesores que prepararon mi vida futura no puedo evitar sentir un escalofrío. Las aulas del instituto donde estudié conocieron la presencia de profesores como Juan Álvarez, Buenaventura Bonnet, Ramón Trujillo, Benito Rodríguez Ríos, Mª Josefa Cordero, Luis Wildpret, Basilio Francés, Pablo Pou, Manuel Martín Cigala, José Manuel Guimerá, Jesús Hernández Perera, Miguel Pérez Sentís y tantos otros cuyos nombres ahora no recuerdo, auténticos caballeros de la enseñanza que se esforzaron en llevar al redil a una juventud -la de la posguerra- que ya empezaba a plantearse cuestiones sobre las guerras, primero la Civil y luego la 2ª Mundial, que nos había tocado vivir. Cuando en alguna ocasión he tenido ocasión de consultar los programas de la actual ESO no puedo evitar una sonrisa. Nuestras asignaturas eran tantas que, hay que reconocerlo, apenas podíamos abarcarlas, y si lo lográbamos era porque no existía la televisión, las "maquinitas" o las drogas.

Pero no sólo existía en el edificio del instituto el Instituto. En su planta baja estaba ubicada la Escuela de Artes y Oficios, y aunque yo no tuve la oportunidad de estudiar en ella, sí recuerdo los nombres de muchos de sus profesores, y también, una vez más, no puedo evitar que los pelos se me pongan de punta. Pedro Tarquis, Alonso Reyes, Teodoro Ríos, Pedro Guezala, Nicolás de la Oliva, Pedro Suárez y tantos otros son algunos de los que ahora me vienen a la mente; sin olvidar la señera figura -ahora que se cumple el centenario de la fundación de LA PRENSA- de don Leoncio Rodríguez, que vivía en una de las casas de la plaza, casi enfrente de la mía. Recuerdo verlo salir, alto, conservador en su atuendo y una expresión que, ahora, me percato que podía ser de tristeza ante la desaparición de su periódico y la creación de EL DÍA.

Llegado a este punto, cuando se acaba el espacio que tengo a mi disposición para este comentario intrascendente, mis lectores se preguntarán qué tiene que ver lo que he escrito con el título que figura en el encabezado. La respuesta no puede ser más sencilla: como en la discusión bizantina "no son galgos, que son podencos", hablamos de la conservación de nuestro patrimonio, nos preocupamos ante el deterioro que padecen muchos elementos de nuestro pasado, lamentamos la falta de dinero para acometer su arreglo, mas nunca he leído un comentario sobre el estado del viejo edificio que albergó el viejo Instituto de 2ª Enseñanza, un auténtico templo del saber de la época. Ignoro el estado actual de sus plantas, aunque la visión de las fachadas no permite albergar muchas esperanzas sobre él. Creo que en la actualidad su propietario es el ayuntamiento capitalino -es posible que merced a una donación- y que a lo largo de los últimos años se han desarrollado en sus dependencias diversas actividades -exposición del PGOU, clases para trabajadores...-, por lo que resulta utópico demandar, con la que está cayendo, su rehabilitación. No obstante, algo debería hacerse en ese sentido. Es preciso que las autoridades se centren en la conservación de lo que realmente lo merece, sin dejarse llevar por sentimentalismos que, a la postre, nada consiguen. Sé que los vecinos de algunos barrios -no los menciono para no herir susceptibilidades- pretenden que los mandamases se erijan en guardianes de su pasado, pero debemos reconocer que muchos de esos "restos", debido a su deterioro, sólo merecen la piqueta municipal; sobre todo cuando hay elementos, como el mencionado Instituto, que reclaman su cuidado, al menos para que no continúe su progresivo deterioro.