SANTA CRUZ se ha convertido en una gran ciudad, costera y atlántica, con sus grandes avenidas, rascacielos que no se sabe realmente a qué vienen, y mucha circulación, y hasta aquellos tranvías desaparecidos un día y ahora en versión moderna y de muy eficaz servicio a la población. Y con proyectos de realización inmediata de trenes al sur y al norte. Pero no siempre fue así, ni mucho menos. Hace 70 u 80 años, y en lo que yo recuerdo (que esto de la memoria también nos empieza a abandonar, como el desodorante) era tan sólo una modesta "ciudad de provincias", que dicen en la Península los que viven en Madrid. De aquella época recuerdo principalmente, en lo que a la ciudad se refiere, dos actividades relacionadas ambas con lo que, antes y ahora, eran los motores de la vida insular de nuestro Archipiélago: los turistas y la exportación de frutas. Ya entonces, y desde que a los ingleses se les ocurrió visitarnos, la llegada de turistas era un espectáculo. La única vía de acceso a nuestra Isla era a través del puerto, y a él llegaban de manera muy continua los entonces grandes buques de turistas con cientos de ellos, que atracaban al llamado Muelle-Dique Sur, que don Miguel Pintor se empeñó en convertir en un gran puerto, cosa que lograron él y sus sucesores. Como eso de la aviación estaba en pañales, absolutamente toda la actividad comercial y social se realizaba a través del muelle, con su gran grúa de construcción en su extremo final, y aquellos enormes bloques de cemento con material extraído de la cantera de La Jurada que un trenito como de juguete llevaba los materiales hasta el puerto, adonde se iba casi todos los días a despedir o recibir a alguien y a pasear por el muro. Era el corazón de la ciudad. Y la llegada de los grandes barcos de turistas tenía una consecuencia inmediata en ella, no ya porque algunos turistas se pusiesen a pasear por Santa Cruz, sino ante todo por unas caravanas interminables de grandes coches descubiertos que llevaban en ordenada formación a la mayoría de los turistas desde el barco al "interior" de la Isla, limitado al norte de la Isla, a La Orotava y al Puerto de la Cruz y hasta Las Cañadas, ya que el acceso a las playas del sur era bastante problemático por unas intrincadas carreteras, con cientos de vueltas que provocaban el mareo de los eventuales pasajeros, especialmente los niños. Hubo que esperar a los años de presidencia del Cabildo de los inolvidables José Miguel Galván y Juan Ravina para la construcción de la autopista del Sur y del aeropuerto Reina Sofía, que dieron un vuelco a la vida de la Isla. Pero en aquella época, el turismo era casi exclusivamente el de los barcos llenos de extranjeros deseosos de conocer unas hermosas Islas ancladas a cientos, miles de millas de Europa; unas, como la nuestra, con gran superficie arbórea y muy montañosa y otras, como Lanzarote o Fuerteventura, más bien desérticas y de implacable sol. No existía la industria hotelera, y si se prescindía del Quisisana en Santa Cruz, el Taoro en La Orotava y el Martiánez en el Puerto de la Cruz, la industria hotelera turística era prácticamente inexistente y hubo que esperar a la llegada de don Cándido Luis García San Juan, encabezando a un activo grupo de industriales, para que la industria hotelera se convirtiese en la principal actividad comercial de Tenerife. Pero en aquella época a la que me estoy refiriendo, la influencia del turismo para los habitantes de Santa Cruz era la contemplación de las enormes caravanas de taxis descapotados, con turistas sonrientes y muchas veces de rostro ya enrojecidos por la acción de nuestro sol, que atravesaban la ciudad camino del interior, o al menos esos son los recuerdos para un niño de entonces. Turismo era caravana de taxis camino del interior.

La otra gran atracción eran las enormes hileras de camiones cargados de fruta que uno se encontraba al ir a la plaza de La Constitución (ahora de Candelaria, aunque yo sigo nombrándola como siempre hice, quizás porque una muy prolongada ausencia obliga a mantener los recuerdos primarios iniciales), a pasear en la plaza al compás, a veces, de melodías dirigidas por el maestro Iceta o al muelle a recibir o esperar a alguien, o a pasear también frente a un mar a veces embravecido. Porque en una isla sin prácticamente actividad transformadora industrial y en la que sólo en los primeros 30 años nació la Refinería, que dio verdadera vida a la Isla, enorme actividad al puerto y puestos de trabajo a técnicos aquí formados y a trabajadores de todo tipo -tanto en la propia industria como en la auxiliar creada a su sombra-, la única actividad a escala insular, nacional e internacional era la de la producción agrícola, fundamentalmente plátano y tomate en lo que a la exportación se refiere, aunque entonces era habitual el comercio de las "papas negras", que siguen siendo para mí uno de los manjares más apetitosos y que más añoro en esta tierra peninsular en la que me encuentro desde hace tantos años y donde el esporádico envío de unos pocos kilos por parte de algún pariente o amigo se convierte en el más apetecido regalo al que uno, a estos años, puede aún aspirar. Aparte de estos dos productos básicos, tomate y plátano, también llegaban a nuestro puerto, por citar algún otro producto vegetal, e incluso en barcos de vela que alcancé a ver, cebollas, no sé si de Lanzarote o de Fuerteventura. Pero para nosotros, los críos de entonces, la verdadera atracción eran las interminables filas de camiones que llegaban al muelle por la vía que bordeaba la costa a lo largo del modernísimo edificio del Cabildo y procedente de las carreteras del interior, ya que por entonces no existía la avenida Tres de Mayo ni las autopistas para la llegada de los camiones tanto del árido sur como del florido norte a través de La Laguna y La Cuesta.

Como alumno que fui del colegio Alemán antes de iniciar el Bachillerato, que había que cursar en otros centros, ya que aquel carecía por entonces de esta posibilidad, recuerdo con especial agrado la llegada de buques de guerra alemanes, a los que el colegio organizaba las oportunas visitas de sus alumnos, alemanes en su inmensa mayoría, de los que recuerdo especialmente a Klaus Blasberg y al hijo Heinz del dueño del hotel que había en la esquina de la calle Méndez Núñez con Viera y Clavijo a quien llamábamos "der Träumer" (el soñador), porque se quedaba dormido en clase; visitas que tenían a su vez la finalidad de brindar a aquellos marinos tan lejos de su tierra un conjunto de canciones de su patria ("Am Brunnen vor dem Tore", "Mongenrot, Morgenrot", "Sah'' ein Knab'' ein Rösslein stehn", etc.), que los alumnos interpretábamos ante la tripulación y oficiales formados en cubierta, a veces incluso con la presencia del eterno y respetado cónsul alemán de entonces, don Jacobo Ahlers. En una de aquellas visitas, en concreto al buque "Kriegsschiff Karlsruhe", que en lugar de estar fondeado como era habitual se encontraba atracado, se nos hizo a los alumnos del colegio y por el personal sanitario de a bordo una vacunación, ignoro contra qué, al tiempo que se anotaban en un grueso libro-registro nombre y demás detalles personales de cada uno de los vacunados; quisieron las circunstancias que, años después y durante la Segunda Guerra Mundial, el "Karlsruhe", que varias veces visitó nuestra Isla, fuera hundido en el mar de Jutlandia por la flota inglesa, con lo que mi nombre y el de mis compañeros españoles del colegio (los Cabrera, Gorostiza, Machado, etc.) se encuentran ahora sepultados, con los restos del barco y de sus ocupantes, en el fondo frío y oscuro mar de Jutlandia.

Muchos más son los recuerdos de una ciudad ya casi desaparecida y me gustará volver a insistir sobre alguno de ellos, con el permiso y benevolencia de ustedes.