SIEMPRE ha pensado Fidel Castro que él inventó Cuba. En realidad, fue Cuba quien lo inventó a él porque, a fin de cuentas, su dictadura surge como una necesidad sensiblemente masoquista que no florece sólo en la Gran Antilla sino que, desgraciadamente, cunde por igual en muchos países: la necesidad -o el mono- que acucia a la gente de que alguien le haga la vida imposible a todo el mundo para tener, paralelamente, algo de lo que protestar y quejarse. La reflexión no es mía. "También inventamos a Batista", me dijo un habanero viejo mientras bebíamos ron a la puerta de su casa en Marianao. "Cuando Batista se hizo insoportable lo quitamos, mi hermano, pero con el caballero no hemos podido porque lo inventamos bien. Para que te hagas una idea de lo mongos que somos en esta tierra". Acaso el error está en que lo inventaron más con la cabeza que con el corazón, pensé para mis adentros sin hacerlo partícipe de tales reflexiones porque la noche, todavía incipiente pero ya densa en sí misma, llamaba más a caer en la molicie de los sentidos que a debatir tópicos sobre un barbudo decrépito.

¿Y a Zapatero quién lo inventó?, me pregunto muchos años después de aquello, cuando median pocas horas para la celebración de una noche que no será tan buena en muchos hogares españoles. Supongo que lo han inventado todos los ciudadanos de este país, incluso los que jamás han votado por él, siguiendo un proceso democrático similar al que puso a Chávez al frente de Venezuela, a Morales rigiendo en suéter los destinos de Bolivia y a Correa como inquilino amenazante y amenazado del coqueto Palacio de Gobierno que da a la Plaza de Armas de Quito. Alguien dirá que la democracia es así. La democracia mal usada, sí; la auténtica democracia, no. Un pueblo convenientemente educado en el manejo de las urnas puede equivocarse, eso es inevitable, pero rara vez persiste en el error. Lo vemos continuamente en Alemania, en Gran Bretaña y, sobre todo, en Estados Unidos; país este último en el que muchos apostaron por un experimento llamado Obama al que ya le han dado un primer aviso. Si tienen que darle el segundo, lo convierten en ex presidente para el resto de sus días. Una situación bastante diferente a la que concurre en las tres repúblicas americanas citadas, se mire como se mire, y también a la que impera en España.

No es un yerro -no puede serlo- votar en primera instancia por un Chávez, un Correa, un Morales y hasta por un Zapatero. Lo es, en cambio, reincidir en la pifia una vez conocido el personaje. No obstante, lo bueno -o lo malo, según se mire- de la democracia es que en ella, o con ella, el pecado lleva implícita la penitencia. La historia suele aplicar un castigo inexorable a quienes permiten que alguien les vende los ojos con el camelo de la ideología. Un antifaz, una falacia, una mentira -lo que se quiera- que no sólo les hará bastante menos buena a muchos esta noche que se avecina, sino también la nochebuena del próximo año, la del siguiente, la del otro y todas las de todo el lustro en el que reinará una crisis tantas veces negada por quien ahora, quién lo iba a pensar, se ha convertido en su mayor agorero. El mismo señor que volverá a obtener millones de votos si finalmente decide renovarse como presidente. Después de todo, a muchos españoles les va tanto la marcha, que si no existiese Zapatero se pondrían a inventarlo.