BUENAS, que venía a que ustedes me ayudaran, dijo Mario con cara descompuesta a la chica de la Caja de Ahorros que tenía enfrente, detrás de una mesa llena de expedientes. Siéntese, por favor, usted dirá. La verdad es que esto tiene poco que explicar, le dijo mientras le mostraba un papel lleno de cifras, la mayoría en rojo; como verá, tengo varios problemas: el primero es que no me llega el dinero para poder pagar todo. Lo entiendo, dijo de forma mecánica la chica, pero como usted comprenderá ese no es nuestro problema. En realidad, sí; quiero decir que, si no tengo dinero, los primeros que se quedarán sin cobrar serán ustedes, porque con lo que tengo no me llega para pagar la hipoteca más los préstamos personales y todos los demás gastos. ¡Ya! ¿Y para qué pidió usted tantos créditos si no los podía pagar? Bueno, señorita, en primer lugar porque ustedes me los dieron, y, si fue así, supongo que sería porque entonces podía pagarlos…; pero, yendo al grano, lo que necesito es una ampliación de mi hipoteca para poder hacer frente a mis compromisos. Lo que usted quiere es refinanciar su deuda, le dijo la señorita dándoselas de entendida; llámelo como usted quiera, joven, pero necesito ayuda inmediata, y como dicen ustedes en su propaganda: "Usted decide, nosotros disponemos". Ya, sonrió la chica, pero eso es si usted fuera una ONG. ¡Ah!, leñe, qué mala suerte tenemos los simples ciudadanos de a pie.

Lo que le ofrecieron a Mario fue concederle una ampliación de la hipoteca, pero con unas condiciones distintas -por supuesto, peores que las que tenía-, y entre los gastos del notario, la gestoría, la nueva tasación de la vivienda y lo que se "mamaba" el banco, total, que la cuota que tenía que pagar a final de mes le suponía un gasto demasiado oneroso para su lastimosa situación económica. Lo que no entendía el pobre Mario era por qué los bancos y las cajas no ayudaban de verdad, al menos a sus clientes de toda la vida, a intentar no engrosar la lista de morosos, manteniéndoles unas condiciones más ventajosas, sobre todo cuando se ponía a pensar en que, en cierta forma, él, con su dinero, y a través de las ayudas públicas, había contribuido, o lo que es aún peor, seguía contribuyendo, al saneamiento de un sector que no siempre es justo con los más débiles. La paradoja de todo esto es que él, a través de sus impuestos, le estaba prestando dinero a quien ahora le ponía reparos para ayudarlo.

Mario es de los que piensan que la primera obra social -de la que tanto presumen en su propaganda las cajas en general- debe pasar por contribuir a ayudar a los más necesitados, que, en este caso, y por desgracia, comienzan a ser sus propios clientes: personas que están detrás de los expedientes, pero que no son sólo números. La sociedad del bienestar debe ser aquella en la que prime la dignidad de las personas, y dicha dignidad debe pasar por reconocerles una serie de derechos básicos -y, por supuesto, de obligaciones-, entre los que cabría destacar el trabajo y una casa digna. Si no tenemos el estómago lleno y no tenemos un techo donde cobijarnos, mal andamos.

Ayudemos, pues, a los que tenemos más cerca antes de intentar proteger a los que ni siquiera vemos. Si de verdad estamos en crisis, apretémonos el cinturón todos, sin excepción y, sobre todo, proporcionalmente a las capacidades de respuesta económica que tenga cada ciudadano. Menos trabas administrativas y más facilidades a la hora de abrir una empresa; menos impuestos y más control del gasto público.

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