EL OTRO día estuve con mi hijo en unos grandes almacenes de Santa Cruz, porque insistí en acompañarle a elegir algunos objetos de decoración para su nueva casa. No es que yo sea ningún experto en el tema, pero tampoco creo que haga falta tener una sensibilidad especial para poder elegir un objeto determinado que va a cumplir una función concreta -a ser posible alegrarnos la vista y contribuir a nuestro equilibrio sensitivo-, a lo largo de un periodo de tiempo que, a veces, puede ser toda una vida.

Hay gente para todo. Cada cual se gasta el dinero en lo que le parece y apetece. Hay quienes son capaces de gastarse un dineral en tunear el coche, y, en cambio, no son capaces de gastarse cien o doscientos euros en una bonita lámpara de Tiffany; los hay que se gastan fortunas en los últimos adelantos técnicos que salen continuamente al mercado, pero les da igual si la ropa que llevan puesta es de hace tres temporadas; y los hay que decoran la casa con cuadros y jarrones comprados a "los chinos" por un euro cada uno, y mantienen aún la bombilla colgada del casquillo original de cuando compraron la casa, y se sientan en incómodos sillones a ver la televisión, por supuesto de las que aún tienen chepa, mientras, en la calle, aparcado y devaluándose a ojos vista, tienen un pedazo de coche que les ha costado una barbaridad y que aún están pagando como pueden.

Y como hay gente para todo, hay también quien conserva aún el buen gusto y el placer por compartir en vida las cosas agradables que ésta les pueda ofrecer; objetos que el hombre ha sabido, a lo largo del tiempo, crear artesanalmente por el puro placer de disfrutarlos, bien usándolos -una silla modelo Barcelona de 1929 del gran arquitecto y diseñador industrial Mies van der Rohe-, degustándolos -un buen chocolate belga, como pueda ser el Godiva-, oliéndolos -unas gotas de Chanel nº 5 en la piel de una hermosa mujer-, escuchándolos -Suite Inglesa nº 2 de Bach-, leyéndolos -"Cinco horas con Mario", de Delibes-, o bien, simplemente, contemplándolos -"Madrid desde Torres Blancas", de Antonio López-, y que, bien mirado, no tienen precio porque forman parte de la dieta que alimenta las emociones y, sobre todo, los sentimientos.

Y hablando de Antonio López y de las emociones, vuelvo al principio de mi narración, cuando al subir a la planta de decoración y dirigirnos a la sección de cuadros, pregunté a una de las señoritas que allí estaban por una reproducción de "La Gran Vía", de Antonio López, que hacía tan sólo unos días había visto allí mismo expuesto sobre un caballete, y que intentaba convencer a mi hijo para que la comprara para el salón de su casa. La dependienta me miró con cara extraña y me dijo que no se acordaba de dicho cuadro. Al preguntarle si tenía otro del mismo autor me contestó automáticamente que no. Al mirar al fondo de la sala contemplé, atónito, el "Madrid desde Torres Blancas". "¿Y ese?", le dije. "Ese no es un cuadro, señor; es una reproducción fotográfica de unos edificios de Madrid".

En un primer momento pensé que estaba de broma, porque no quería creer que me estuviera tomando el pelo; para, a continuación, darme cuenta de que me hablaba en serio, y que lo que me estaba demostrando es que no tenía ni puñetera idea -ella, que se supone trabajaba, o mejor dicho, seguramente seguirá trabajando en el departamento de pintura y dibujo, no en el de bragas y sujetadores, sino en el de cuadros- de quién era Antonio López.

Para ella, que en función de su trabajo debería saberlo, y para otros, que no tienen por qué estar al tanto de los pintores españoles, pero que les vendría bien enterarse de que, precisamente él, Antonio López, es el gran maestro de la pintura del hiperrealismo, que está considerado como el pintor español vivo -gracias a Dios- más importante y entre los más cotizados del mundo. Precisamente, la obra antes mencionada fue subastada no hará de esto mucho tiempo, en la Sala Christie´s de Madrid, por 1,74 millones de euros.

Casualidades de la vida, este agosto pasado, nuestro Antonio López (Tomelloso, 1936) cogió su caballete, un lienzo y una docena de pinceles, y con un cajón de madera y una silla de playa se situó en la mismísima Puerta del Sol, a bosquejar con trazos ocres, blancos y beis las calles del Arenal y Mayor. Pronto se agolparon en torno a él decenas de curiosos que, al reconocerlo, no daban crédito a sus ojos. Menos mal que el maestro tan sólo pinta unas pocas horas al día, ya que necesita de una luz muy precisa que tan sólo se da a unas horas determinadas de la tarde. No obstante, el maestro -Premio Príncipe de Asturias de las Artes-, con su característica paciencia -tardó un lustro en pintar su serie sobre la Gran Vía-, sabe esperar como nadie y es fiel a su proverbial método de trabajo basado en que una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades. Larga vida al maestro. Y un poco más de interés por las cosas bellas que nos proporciona la vida.

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