EL CALENDARIO ha hecho que en la misma semana España se vea encumbrada deportivamente en todo el orbe y se enfrente, asimismo, a esa especie de examen de conciencia que es o debería ser el debate sobre el estado de la nación.

Llevamos muchos meses cayendo por una constante cuesta depresiva; sobre todo desde que quedó claro que esta crisis iba a ser larga, profunda y devastadora para algunos sectores y familias. Ha amilanado a los pequeños y grandes inversores, ha contraído como nunca el mercado de trabajo, ha empobrecido a cualquiera que tenga una vivienda o unas acciones, ha depauperado aún más a los pobres de siempre; y ha esqueletizado a unas arcas públicas llamadas a resolver todo eso. Sus últimos efectos todavía están por descubrirse, aunque ya sabemos que en Canarias son y serán más intensos, por nuestra mayor exposición al riesgo inmobiliario.

En esas estábamos cuando un campeonato mundial de fútbol ha venido a sacudir los pesimismos, a despertar esperanzas, a empujar la autoestima colectiva, a unirnos como pueblo y despertar un orgullo profundo pero constantemente maltratado cada día por nosotros mismos, con nuestros desprecios hacia las instituciones y al propio sistema de convivencia que nos hemos dado, después de un un siglo XX carente de libertad hasta su último cuarto.

En esas estábamos cuando el país explota en júbilo y euforia, como si hubiera descubierto de nuevo América, echado a Napoleón de sus fronteras o derrotado a un Nelson ya manco de por vida. Vuelve a hablarse de gestas heroicas, de epopeyas sin igual... y amanece un nuevo lunes, la semana del gran debate, en la que parece cobrar de nuevo sentido una frase de hace 150 años: "España antes quiere honra sin barcos que barcos sin honra".

Por unas horas, por unos días quizá, nos sentimos muy afortunados, en la cima del mundo, "propietarios" de un deporte de élite que permite mirar por encima del hombro al resto, que nos afirma como potencia de algo y que nos invita a una refrescante borrachera de autosatisfacción.

Podía haberle pasado a cualquiera de las cinco o seis selecciones punteras, algunas de países grandes, las más de países chicos. Pero nos ha tocado a nosotros por una combinación de trabajo bien hecho, muy bien hecho, y de suerte. Aunque hubiésemos caído en las semifinales teníamos motivos para el orgullo.

No hay nada malo en todo ello. Pero habrá poco de bueno si apenas nos sirve para hinchar nuestro ego colectivo o pavonearnos ante terceros. Habrá poco de bueno si olvidamos que "las victorias tienen muchos padres, mientras que la derrota es huérfana", o achacable sólo a terceros. Y no lo aprovecharemos nada si seguimos creyendo en una infundada sentencia: "Solo se aprende de los errores". No es cierto, se aprende mucho mejor de los aciertos.

La selección no se ha hecho la primera del mundo a base de errores, de derrota en derrota. Y su mayor contribución a nuestra historia puede ser sólo un trofeo en una vitrina o algo mucho más importante: la demostración de que se puede superar cualquier negra trayectoria si trabajamos bien, si no renegamos del esfuerzo, si somos capaces de apreciar tanto el logro colectivo como el individual. Si España o Canarias alcanzan ese indestructible espíritu de equipo conjuntado y colaborador que mañana, por desgracia, no veremos en el Congreso de los Diputados. Porque los partidos no jugarán en el mismo equipo ni, lo que es peor, disputarán el mismo partido. Buscarán puertas de gol diferentes y objetivos distintos, más cercanos a la adhesión que suscite su retórica que a los resultados-goles efectivos de su propuestas.

Y mientras tanto, el país puede seguir instalado en ese maniqueísmo de buenos y malos o aplicarse el cuento de La Roja: trabajo, ingenio, equipo.