LAS GRANDES celebraciones suelen tener un reverso bastante menos festivo. El mismo sábado, cuando todavía el triunfo de la selección española en Sudáfrica era más una posibilidad que una certeza, algunos periódicos publicaron la relación de empresas nacionales cuyos directivos tenían sobrados motivos para que la Roja no se alzase con el triunfo. Empresas de electrónica de consumo, aunque también algún que otro banco y hasta agencias de viajes que, movidas por una campaña contundente para captar clientes, habían ofertado descuentos en las compras, e incluso la gratuidad absoluta del producto adquirido, si España lograba la victoria definitiva. Un coste del éxito español para tales compañías cifrado en varios millones de euros.

Eso ocurrió el domingo por la noche. El sábado en horas diurnas hubo, asimismo, empresarios con el aliento contenido mientras las calles se llenaban de banderas también de color rojo y amarillo -lo de gualda, lo aclaró definitivamente Cela cuando era senador, fue un invento lingüístico para que rimase la letra de una canción- pero no de la forma en que están dispuestos en la enseña española, sino en la catalana. Mientras las calles de Barcelona vibraban con los gritos separatistas, la burguesía catalana echaba cuentas sobre lo que le iba a costar esa nueva afirmación de patriotismo periférico. Barcelona -lo dice el refrán- es buena si la bolsa suena. Y como a fin de cuentas la pela es la pela -y el euro mucho más-, los señores que embotellan cava, amén de los fabricantes de otros productos, nunca dejan de tener presente que el 90 por ciento de lo que sale de sus fábricas lo venden en esa España tan poco capaz de entenderlos. De hecho, todavía no han olvidado el daño que les hizo la última campaña contra los productos catalanes a causa de otras veleidades del tripartito.

Se puede argumentar, y es probable que alguien lo esté alegando a estas alturas, que sacar a relucir el "coco" económico es un viejo subterfugio para desbaratar, casi siempre sin conseguirlo, las apetencias secesionistas de una parte -no de toda; no es lo mismo pedir más autogobierno que exigir la independencia- de la sociedad catalana. Una discusión en la que no voy a entrar; tan sólo señalo el dato, y ahí lo dejo.

Volviendo al fútbol y a la euforia postrera que ayer se vivió en Madrid, desde el domingo por la noche se ha puesto de moda la expresión "jugar como Holanda" para designar una forma marrullera de comportarse. Marrullero es el calificativo empleado por Paulino Rivero -alguien, a diferencia de quien esto escribe, que sí entiende de fútbol- para definir el triste espectáculo ofrecido por los jugadores holandeses en la final sudafricana. Conviene, empero, no confundir a las selecciones con los países a los que representan. Ni para lo bueno, ni para lo malo. Ni España es mejor hoy que el domingo por la mañana, ni Holanda es un país de bellacos porque un grupo de sus futbolistas haya saltado a un estadio para ganar como sea. Al contrario: conviene recordar que estamos ante uno de los países más educados de Europa. Le convendría a España, en cambio, actuar en la vida cotidiana como lo ha hecho su selección: como un equipo unido en el que no importa quien marque el gol porque todos saben que lo han marcado todos. Lo malo es que aquí, sobra recordarlo, hay mucha gente que lleva demasiado tiempo jugando como jugó Holanda el domingo por la noche.

rpeytavi@estrelladigital.es